Mañanitas de domingo en el parque Rafael Alberti de Ubrique

Texto: Pedro Bohórquez Gutiérrez

Los vecinos de la avenida Fernando Quiñones frente al parque Rafael Alberti del bucólico pueblo serrano de Ubrique no necesitan despertador desde hace unos meses. ¿Abril? ¿mayo? No sabría precisar, pero en el momento en que el Ayuntamiento –siempre a la altura de los tiempos y sensible a las necesidades de los vecinos– decidió sustituir el obsoleto y prehistórico invento de la escoba por un artilugio (perdonen mi imprecisión léxica pero aún no sé con qué nombre ha sido bautizado en el catálogo de los inventos futuristas del XXI) que expulsa aire comprimido en más o menos discontinuos soplos huracanados, el zureo de las palomas (tan albertianas y pacíficas), el chillido nervioso de las golondrinas o el inocente piar de los gorriones y su secuela excrementicia se mudaron (tan eficaz se muestra esta especie de escoba atómica) a otro barrio o a las sierras de los alrededores, de naturaleza generosa.
Recuerda uno, que, al principio de esta historia, allá por la lejana primavera, con los párpados aún cerrados y entre las musarañas de un sueño interrumpido, se esforzaba por identificar ese sonido insólito que hacía su irrupción con las primeras claridades del día. Era como el ruido de una motocicleta que no terminara de arrancar o de trasponer por la esquina, o el de las desbrozadoras con las que periódicamente el Ayuntamiento mantiene a raya la vegetación del parque. Pero, no. Aquello iba para largo y, como dicen los cursis, había venido para quedarse. Su función despertadora se había cumplido, pero, como en el caso de esos otros ruidos casi cotidianos y con los que el sueño estaba familiarizado, no cabía armarse de paciencia, darse la vuelta entre las sábanas y esperar, ahora sí, a que el despertador de veras nos devolviera al mundo de la vigilia y los horarios.
Desconozco la utilidad última de tan enigmática escoba atómica (salvo la dudosa de arrastrar en el menor tiempo posible las acículas de las casuarinas o las dátiles de unas palmeras mustias y los microplásticos del césped artificial con que han forrado el «parque» hacia no sabemos dónde, qué no lugar, si es que no las dispersa en la atmósfera, sin más, pero a veces tiene uno la impresión al cabo de una sesión de hora y media, desde las 8:45 de la mañana hasta las 10:17, (con segundas partes) como en este primer día de octubre, domingo, que fue concebida por una mente diabólica y sádica (o sádicamente diabólica) para poner a prueba la santa paciencia de los ciudadanos que todavía creen (¡pánfilos!) que con su trabajo se ganan, sin tener que defenderlo a sangre y fuego, el sagrado descanso en el Día del Señor. ¡A ver si despiertan de su ingenuidad de una maldita vez!
Menos mal que entre los tertulianos ociosos, más o menos fijos, que a partir de las diez comienzan a congregarse a la entrada de este parque plastificado dedicado al poeta portuense aún tiene su sitio el sentido común y uno (quizás el más veterano del grupo de hombres sabios) le ha espetado al portador del artilugio diabólico: «¡Hombre! ¡Déjalo descansar un poco que ya es hora!»
Para esta tarea de soplar como un nuevo Eolo de la edad atómica, el Ayuntamiento utiliza a distintos operarios, no sea que el aparato tenga un carácter adictivo. Al cabo de un tiempo, uno ha observado que cada operario tiene su propio estilo de soplar. Desde el meticuloso capaz de estar una hora sin salir de un metro cuadrado hasta el que recorre la extensión del parque a toda velocidad y reparte entre todos los vecinos de la avenida Fernando Quiñones su ración proporcional de decibelios, todo en cualquier caso muy matemático y medido. Este último estilo es más llevadero, pues te evita la sensación de que te taladran las sienes y te hacen papillas el cerebro. En todo caso, todo este malestar se lo busca uno (tan masoquista) por resistirse a no largarse a la calle, lejos del Parque Rafael Alberti, que seguro aborrecería un parque de esta laya, más allá de un círculo de trescientos metros a la redonda. ¿Serán suficientes? Habrá que probarlo.
Podría hablar de otro momento del día malogrado (la siesta) por el soplo huracanado de este nuevo modelo de escoba que no sé si ha debido patentar alguna bruja perversa. Pero, ¿para qué?
A los vecinos que aún no tengan los sesos hechos un grumo solo les queda una esperanza, por desgracia provisional y en cuestión por el cambio climático: la lluvia. Al césped del parque de poco le servirá (más bien al contrario) pues es artificial, de micoplásticos tóxicos, según un amigo mío, profesor de Química Ambiental, y se pudre, loado sea el cielo. Pero a los vecinos de la avenida Fernando Quiñones nos devolverá una ilusión pasajera y esporádica de la paz y el descanso en día domingo.

Operario con artilugio.
Operario con artilugio.
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