‘Vientos alisios’, por Manuel Ángel Gómez

Vientos alisios.
Vientos alisios.

TRIBUNA LIBRE
Texto: Manuel Ángel Gómez

Al final, todo se reduce a un frío epitafio,
a una tópica y escueta frase esculpida sobre una lápida.

Dedicado a Cayetano Pizano Moreno, lector, gran persona,
al que la vida, dicen, le negó un viaje en barco por esos mares borrascosos.
Descanse en paz.

Me despierto en el hospital. No sé qué día de la semana es. La luz blanca que procede del cabecero de la cama despide una oleada de baba blanca que ilumina fríamente la colcha y la cortina corrediza y fofa que me separa del enfermo compañero de habitación. De hecho, no sé si hay alguien al lado; no oigo nada, pero puede que el oído me traicione. Me encuentro literalmente atado al arbolito de gancho metálico del que cuelga una bolsa transparente con suero y no siento dolor. Perfusión. Un largo tubito acarrea el incesante goteo del líquido hasta el dorso de mi mano. Lo que hay sobre ella, adherido con esparadrapos translúcidos, es un catéter venoso periférico que permite que ese líquido penetre en mi sangre. Tampoco sé si me están introduciendo un medicamento calmante por ese conducto o solo es agua que me alimenta hasta que alguien decida que puedo llevarme algo sólido a la boca. No siento hambre. Es raro que a uno le asalte el hambre en un hospital. En él se contrae el estómago. Mi esperanza es que pronto estaré en casa, vestido de bonito.

Sueño. He soñado. He soñado con tantas cosas. Desde que empecé a frisar la sesentena, mis sueños se han hecho tan vívidos, tan ajustados a su propio guion que apenas soy capaz de distinguirlos de la realidad. He soñado que era joven y que un fuerte golpe en el pecho cercano a la asfixia, al mareo, al desvanecimiento, me hacía tambalearme y entonces me agarraba a uno de los picos la fuente de la Plaza a la que iba a saciar mi sed y por el que siempre fluye a borbotones un agua incesante y casi helada. Sin embargo, agarrarme al pico, agarrarme a la bandolera de mi bolsa militar llena de libros no me ha servido de nada. Como mejor he podido, he logrado tomar asiento o quizás me haya desplomado, quién sabe. Entre tanto, he oído la voz de un crío que ha acudido a interesarse por mí y yo le he sonreído. Siempre tengo una sonrisa para los críos y para los adultos que lo merecen, para mis amigos.

En mi sueño, en breve, voy a dar la vuelta al mundo a bordo de una nave de tamaño respetable, de casco blanco, estilizada y elegante, con sus 113 metros de eslora, por trece y pico de manga. Eso es lo que revela mi sueño. Sí, cierto es que como nave no tiene mucho calado, unos siete metros, pero es hermosa y así puede atracar en cualquier puerto que se precie de serlo y lucir su porte. Funciona a vela y también a motor, con combustible diesel. Admiro la elegancia de sus cuatro mástiles, los que sostienen el velamen que hace que el navío se desplace. Cada palo tiene un nombre y cada nombre es repetido con insistencia por un oficial al mando para que nosotros lo aprendamos bien, pero cuando me desvelo, ya los he olvidado por esta parte de acá de la realidad en la que el dorso de la mano me escuece un poco. Pero ahí ando yo, balanceado por el cabeceo de una goleta o si lo prefieren un bergantín-goleta, que surca las aguas, aguas que fluyen, como las de la fuente de la Plaza en la que estoy y no estoy, pero saladas, un desierto de aguas rizadas, océano. A mí, de verdad, como me gusta verla deslizarse sin el menor ruido, sobre el bucle glauco y espumoso de las olas, como una especie de pez silencioso, es, naturalmente, por medio de esas velas, que son izadas en cuanto el viento sopla, lo que sirve para ahorrar carburante. Con el empuje de los vientos, esa goleta se planta sin esfuerzo, primero en Canarias y después en América. Mi deseo es seguir la ruta del almirante, el que buscaba las Indias y se topó con un Eldorado.

Esa goleta que avanza por mis sueños, en la que embarco, con aires de bajel de recreo, es en realidad un buque de guerra armado con sutileza, si bien se utiliza como escuela para guardiamarinas y reclamo para infantes de marina. Puede alcanzar algo más de dieciséis nudos de velocidad, lo que quiere decir unos treinta km por hora, y aguantar veinte días sin buscar refugio en puerto alguno. Sobre su cubierta, en formación, alguien nos habla en voz alta y, en ese instante, oigo la ruta de crucero de instrucción que seguiremos desde el 10 de enero al 13 de julio de ese año: Cádiz, Las Palmas, Puerto Rico, Guayra, Veracruz, Miami, Cartagena de Indias, Norfolk, Boston, Dublín, Plymouth, Marín y otra vez Cádiz. Tengo ganas de saltar por los aires de alegría y, en mi sueño, si quisiera volar, volaría. Tanto lugar exótico, mítico, se desgrana, distante y fabuloso, como el que se desgrana en el dial de una radio antigua. Es preciso haber jurado bandera para poder formar parte de la tripulación, firmar como voluntario, rellenar unos cuantos papeles, recibir instrucción, jurar bandera, pasar un examen especial, para posteriormente hacerse a la mar y yo he cumplido con todos esos trámites, con los que mi mili colmará toda mi vida. Qué importa que Ítaca, la pequeña isla, no figure en su destino. Me basta con ese rosario de puertos (y a quién no) que evocan en mi cabeza parajes hechizados sacudidos por violentos huracanes, salvajes galernas e inmisericordes tifones, barrios de esclavos, frutas prohibidas, mujeres oscuras de pareos estampados, garitos turbios, alcohol, cascos herrumbrosos, mohos eternos, todos esos libros que duermen en mi morral de bandolera.

Me he soltado del pico de la fuente, del que borbotea el agua, palpo mi bolsa llena de libros y soy joven y vivo a finales de los setenta, he jurado bandera y disfruto de un permiso en casa, adonde he regresado con orgullo ataviado con el traje de bonito del infante de marina, el de invierno, tan blanco y aseado. Vengo del cuartel de instrucción de San Fernando, me apeo del amarillo con un petate a mi espalda, llenito con mi ropa de civil, y entro en casa. Me ha abrazado mi padre y me ha besado mi madre. Y sueño que hay una lágrima traicionera que se desboca mejilla abajo, una lágrima de suficiencia y de dicha.

El nombre de Elcano, el vasco, el primero en dar la vuelta al mundo en barco, me suena a impostura. Lo entreveo en mi sueño, algo lejano, borroso. Pasa junto a mí y me saluda. Él tardó tres años. Aunque en principio la hazaña estaba destinada al portugués Magallanes, fue él quien la redondeó porque para su gloria azarosa, Magallanes pereció en las islas Filipinas a manos de los indígenas y aquellos que fueron relevándolo al mando durante el resto de la áspera ruta acabaron siendo destituidos hasta que la expedición, que no estaba destinada precisamente a dar la vuelta al mundo sino a encontrar una ruta nueva entre el Pacífico y el Atlántico, las islas de las especias y otros encargos, regresó a España con él como jefe y patrón. Cuánta diferencia entre aquellos que traspusieron los confines del mundo y los de nuestro elegante galeón, cuánta semejanza. En mi vientre, un abismo de júbilo.

Y por esa razón, qué podría importarme que hoy nuestra goleta no se pierda ya con sus peripecias por esos mundos durante tres años, nueve o diez meses. Esta vez son sólo siete, a las órdenes del comandante Díaz del Río, y es lo más próximo que viviré a una aventura. En la exhibición y fiesta de partida que nos ofrecen, con el dique atestado de curiosos, pegado a él, a su popa, un hermoso buque con las velas izadas exactamente igual que el nuestro y que nos acompañará hasta nuestro primer puerto de atraque, Las Palmas. Uno de los niños que ha venido a socorrerme junto a la fuente me dice que se trata del buque escuela chileno Esmeralda, el cual se construyó siguiendo punto por punto los planos del Elcano. O igual me lo ha dicho el municipal. O ahora que lo pienso es probable que yo haya confundido igualmente en el tiempo lo de la patada de mulo que me ha hecho estallar el pecho. Los sueños son traicioneros. Uno anda con un pie aquí y otro en la realidad y a veces es incapaz de discernir de qué lado se halla. Que se lo pregunten si no al protagonista de la Noche bocarriba. Ese es uno de los títulos que tengo en la mochilita verdosa. Es un cuento. Otro de esos libros es La madre, de Máximo Gorki. Lo que se llama un tocho. En mis sueños, leo. Leo mucho, pausadamente, con placer, y en mi bolsa de bandolera paseo todos esos libros de un lado a otro. Para ir a la piscina municipal, para cruzar la Plaza, para asistir a una conferencia en la Asociación Juvenil Católica (el Club), para visitar una exposición de carteles o ir al cineclub de la plaza de la Verdura. A veces, me detengo en lugares sombreados para hojearlos.

No he referido que junto a la fuente no hace calor pero me da el sol y ese sol me ciega los ojos, que a su lado está el ayuntamiento y que a los gritos de los críos se ha acercado un municipal que me ha ayudado a incorporarme. Lo demás ha sido fácil de recordar: el silbido de una ambulancia que ha penetrado en la Plaza y unos camilleros que me han colocado una mascarilla con oxígeno y luego una inyección. Un viaje apresurado, de noventa km, unas cincuenta millas náuticas hasta el hospital provincial…

Sueño, me muero o ambas cosas. Quizás confunda esa patada de mulo en la caja torácica, la noche babeada de luz blanca en la habitación del hospital, lo que la enfermera me dijo del infarto cuando desperté. Estoy empezando a relegar al olvido toda aquella inconfundible jerga que aprendí del tirón: castillo, mesana, foque, bauprés, pañol, sotavento, estiba, cordaje y tantas otras. Y confundo la noche bocarriba de esa coz de cuadrúpedo con aquel otro ataque la noche previa al embarque, al desatraque, a la travesía. Los sueños y sus traiciones. Los libros y sus certezas. Pienso en la madre de Gorki, en mi propia madre, en mi padre, en mi traje de bonito de infante de marina que nunca llegó a hacer el largo viaje, que nunca fregoteó la nave ni hizo guardias al sereno ni oyó chillidos de gaviotas, albatros o cormoranes, y pienso si no será eso también otra mentira con la que mi cerebro suscribe ese mínimo latido de mi corazón que se agota o la epilepsia que me adormeció en parajes ausentes para privarme del canto de las sirenas y arrojarme desde la cubierta blanda y limpia del navío al naufragio del recio –no todos los naufragios han de poseer la inconsistencia del agua, pueden llevar incluso a la dureza del turrón, a la vida a salto de mata enfrentado a la ilógica de lo que no se desea–, real y sucio adoquinado de un muelle o del relieve cárstico de mi pueblo. Todo se (con)funde en una sola esencia, mi sonrisa de agradecimiento a los críos y la alternancia de las luces nerviosas de la ambulancia, los camilleros, el municipal, tanta vida varado en el pueblo con sus trajines y mercadeos, mis convulsiones involuntarias, salir y volver a casa, tomar algo, el tedio de una jornada en la que uno se busca la vida, el lenguaje de los hombres de mar, los tritones, el salitre, los tatuajes, el cielo infinito y azul, el cielo infinito y negro punteado de estrellas y planetas, los filibusteros del día a día, la ballena blanca, los delfines, gloria y miseria de las páginas de un libro. Y sin embargo, si de algo estoy seguro es de que, ahora que todo parece o sigue siendo un sueño en calma chicha, continúo navegando sin fin sobre el océano por la misma ruta que trazó el almirante, en un avance hacia mares turquesa, corales brillosos y nubes amenazantes, escoltado por enormes cachalotes y plateados peces voladores, y arrastrado por el hilo preciso, tenaz e invisible de los vientos alisios.

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