'A una ancestral y bellísima costumbre y tradición, en las ardientes noches del verano', por Julián Macías Yuste

 

Fuente de la Plaza.
Fuente de la Plaza.
Texto: Julián Macías Yuste
Deberían ser sobre los días de Santiago y el de Santa Ana, Patrón el uno de la querida España y Ella Patrona de los petaqueros y la marroquinería cuando se llegaba al vértice más caluroso del largo verano. Y en esos días del estío ubriqueño, de bastante calor para lo que en la Sierra acostumbraba, el pueblo, cuyo enclave en la falda del Tajo que se abre hacia poniente tenía la ventaja de que el altísimo murallón serrano hacía que se retrasara bastante el que recibiera los primeros rayos de Sol y que los tejados empezaran a calentarse mucho después de haber amanecido. No obstante, el aire se había ido calentando sobre manera y las rocas, en pocos minutos, adquirían calor, como de sartén a las ascuas.

Y no es de extrañar que las temperaturas diurnas fuesen así de altas y las nocturnas, sobre todo cuando el viento dominante era de levante, debido a la gran sequedad de éste, no permitieran que el relente de la noche refrescara lo más mínimo como hubiese sido lo normal. Con este panorama, aunque sólo en breves noches del largo verano, se tuviera la sensación de que el bochorno pareciera agobiante, y esto unido a que en los boliches petaqueros no había ni un mal ventilador, que las amas de casa todo el día junto a la olla en fogones de carbón (cuando un cocido del diario tardaba casi cuatro horas en cocinarse) en cocinas pequeñas y mal ventiladas, los campesinos y hortelanos junto a arrieros y corcheros amén de los sufridos carboneros, tenerarios, etc, bajo un sol de justicia, hacían que cada cual, en sus propios quehaceres, se acordaran, aunque fuese de pasada, de las Calderas de Pedro Botero y de los castigos divinos a las gentes de mal vivir que no quieren arrepentirse.
Muchas casas contribuían de alguna forma a acrecentar el calor, o por lo menos, a que sus efectos perdurasen un poco más. Las casas antiguas, de pequeñas ventanas y muros de piedra gruesos, en su planta baja eran bastante frescas, sobre todo, si poseían un patinillo, las más de las veces con preciosas macetas, que las hacían sumamente habitables. El problema era la segunda planta, muchas veces añadida, construidas con vigas con el cielo raso, al descubierto, que dejaban ver un entramado de cañas recogidas con yeso que servían de base para la colocación de la teja árabe, muy aislante de las temperaturas, pero que al carecer de cámara de aire, hacían efecto de crisol.
Era lo que se llamaba el soberao y, cuando tenían acceso directo desde el exterior, entonces le llamaban camareta.
¡Cualquiera era capaz de dormir en una cama situada en el soberao o cenar unas suculentas migas en la camareta! Mejor era poner una manta en el suelo del cuerpo casa para dormir o un buen búcaro para cenar.
El día transcurría, y a eso de las dos de la tarde, como en un pueblo desierto. Las calles, recalentadas sobremanera, hacían que los escasos transeúntes circularan por la estrechura de la sombra y a paso ligero. Algunas bestias que regresaban del trabajo duro con paso cansino buscaban afanosamente la sombra de su pequeña cuadra. Las casas, muy encaladas, reflejaban los ardorosos rayos solares haciendo que las paredes quedaran deslumbrantes y que no se recalentasen en demasía. Pero todo parecía insuficiente. Las piedras de la Sierra reverberaban y en el cielo de un azul purísimo no se veían ni pájaros. Solo las avispas revoloteaban junto a los sobrantes del agua de alguna fuente mientras el continuo sonido de las panzudas chicharras y el rítmico tac tac tac de alguna patacabra daban señales de vida en las horas de extremo calor.
Era entonces cuando un esforzado heladero, desafiando la asfixiante temperatura, más que agobiante, empujando su carrito de helado subía lentamente calle Real arriba, hasta el San Juan, pregonando su fresca mercancía que era muy bien acogida por los acalorados y sufridos ubriqueños, y que algunos sesteaban en las casas con las puertas un poco entornadas, por si se establecía alguna leve corriente de aire fresco. Poco a poco subía hasta el San Antonio para regresar ya más desahogado, cuesta abajo y quedar afincado junto a la fuente de la Plaza.
Cuando el sol abandonaba el horizonte por detrás de las Cumbres y las Sillas, la sombra se iba agrandando sobre el achicharrado pueblo y las gentes iban dando de mano de sus diarias ocupaciones. Un refrescón con las frías aguas del Rodezno en una gran y desconchada palangana o en un bañito de cinc que era de lo que se disponía corrientemente en las casas, pues a pesar de que el pueblo disponía de agua corriente y alcantarillado desde principios de los años treinta, los termos para calentarla, tanto eléctricos y no digo los de butano, llegaron mucho después. Y mientras se cenaba lo que se podía, y para dar tiempo a que refrescara algo, si es que refrescaba, en más de una casa acordaban que la noche merecía ser saludada disfrutando de una fresca sandía o de un delicioso melón en la Fuente de los Nueve Caños del Benalfih. Y, aunque cualquier fruta pueda resultarnos refrescante nada comparable con la sandía o el melón. Las variedades que por aquí se criaban cosechadas en su perfecta madurez, eran aromáticas y dulcísimas, pues no se tenía en cuenta su tamaño y peso, sino su calidad. Como su gran tamaño hacía casi imposible su almacenamiento en las pequeñas fruterías domésticas, se vendía la camionada al aire libre, sobre todo en dos plazoletas: la de la Santísima Trinidad y la del San Juan de Letrán. Allí con un simple toldo que les daba un poco de sombra el melonero vendía sus productos, durmiendo al raso sobre un escaso hato. Una pequeña romana le servía para calcular el peso, aunque más bien vendía a ojo.
Y en esas noches que nos ocupan, se notaba cierto tráfico de personas, cada cual con un cesto de palmas para el transporte de la voluminosa fruta y un cubo para recoger las cáscaras de ellas que servirían de dulce desayuno a su gorrinito. Muchas personas que a esas horas se sentaban en las puertas de sus casas, recibirían el con Dios de los transeúntes y las más de las veces una brevísima pero amena conversación.
Al llegar al arroyo que forman el Rodezno y Cornicabra, a las mismas puertas del Convento, el sonido del canto de las cigarras que había ido creciendo en las horas de más calor, como único sonido que testificara la tórrida tarde se compartía desde ahora con el suave murmullo del agua, mucho más refrescante, así como los primeros y tímidos escarceos del grillo, que, afinando cada vez más su aflautado canto se disponía a acompañar las apacibles horas de la noche.
Los afortunados, tal como iban llegando, zambullían su preciada carga en las frescas y espumosas aguas de la cristalina fuente, refrescándose de camino los ardorosos brazos y el sudoroso rostro, bebiendo unos pequeños tragos haciendo como un cuenco en las palmas de las manos, o sea, «a embozas».
Si el pilón recogía lo suficiente para que pudiera haber confusión, una simple muesca en la verdosa y azulada corteza deshacía con facilidad el entuerto. Una vez fresca la fruta se oía el típico chasquido al rajar la corteza del fruto, signo éste de la madurez y calidad.
Las tajadas, de casi luna llena, eran convertidas por los más pequeños en cuarto menguante en un santiamén, llenándose la cara de oreja a oreja de un rojizo y fresco dulzor, lamiéndose ya a duras penas el remanente, hasta que un certero manotazo bajo el chorro del agua lo terminase de borrar.
Dentro de muy poco, la escena que se desarrollaba en la más cerrada oscuridad que hacía aún más maravilloso el contemplar el cielo así cuajado de infinitas estrellas, y que permitía contemplar las distintas constelaciones con meridiana claridad, incluso nos permitía, debido a esa opaca oscuridad, ver la iluminada pantalla del cine Avenida, al estar esta orientada al norte, aunque borrosas las imágenes por la excesiva distancia. Sobre el negro de la sierra sólo se vislumbraba una lucecita que más bien parecía sustentada de algún invisible soporte sideral, que nos delataba la presencia de la Ermita del Calvario y, efectivamente, la escena cambiaba de repente: Una plateada claridad iba apareciendo por encima de los Tajos, iluminando primero los olivares y el Salto de la Mora. Pronto le llegaría el turno al resto de la sierra, quedando ésta iluminada de una sobrecogedora y celestial luminosidad, maravillosa y esplendorosa, que le confería a los algarrobos, lentiscos y peñascos, la apariencia de fantasmagórica en el comienzo, pero de excelsa realidad al llegar a su plenitud luminosa.
Y era también en estas calurosas, pero idílicas noches cuando mi queridísimo tío Rafael Yuste Jaén, que aunque practicaba diariamente en su amado piano, casi siempre a puerta cerrada, cuando derramaba todo su exquisito conocimiento musical a puertas abiertas, haciendo el deleite de paseantes y vecinos con algún tema de Granados, Albéniz o Falla. En más de una ocasión se uniría a sus convecinos que bajaban a la fuente para saludar en esa bellísima aparición lunar con alguna danza Brhams o de Listz, o de cualquier otro clásico, tocando su maravilloso violín, al que
se unirían, de seguro otros instrumentos musicales, que en los comienzos del siglo XX eran muchos los jóvenes de ambos sexos que los tocaban magistralmente. Incluso serían muchos los coros que le acompañasen.
Y también sucedía a veces que al enfriarse la piedra tan rápidamente como se calentó, las corrientes de aire caliente que habían ascendido formando turbulencias se alejaban, permitiendo que ese vacío que quedaba fuese ocupado de inmediato por otro mucho más frío, y que empezara el ciclo de la brisa serrana, muy fresca y aromatizada, que daba por terminado aquel bochorno caluroso del tiempo estival, y pues, aprovechando aquel respiro fresco de la noche, enchila el alma de sencillos y agradables sentimientos, recreado el oído con la inconmensurable música y cantos,
la vista con el espectáculo siempre maravilloso de la salida lunar y el gusto con el melón dulcísimo y la refrescante sandía, próximos ya las vísperas y maitines de los vecinos Capuchinos, y algún que otro arriero que aprovechaba la fresca para su trabajosa andancia se daba por concluida la ocasión. Y hasta otra.
Una noche ardiente del verano…
Por mi calle pasaba ya la gente
al rumoroso fresco de la fuente.
Mi tío Rafael tocaba el piano…
El Convento, sin ruido, que es mundano,
rezaba su oración en su recato.
Completa el Benalfih este retrato,
Y yo, un niño que iba de la mano
Canta la chicharra su cante vano.
Refresca la fuente la roja sandía
y baja muy fresca la brisa del Rano.
La Luna alumbra el paisaje serrano,
La una que canta y el otro reía…
¡Bonitas costumbres de un pueblo sano!

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