OPINIÓN
Pedro Bohórquez
Mi hermano era un ser especial e imprescindible para nosotros y ahora lo percibimos así con el rotundo dolor que deja la ausencia repentina.
Vivió por elección emboscado en el anonimato y en el «aura mediocritas» de los clásicos latinos que tanto amó, después de estudiar lenguas clásicas en la Universidad de Sevilla en los primeros ochenta.
Persona discreta y humilde, disfrutó sin alardes de placeres sencillos y hondos y cultivó el don de la amistad verdadera, en la distancia corta. Nada más alejada su vida del bullicio entontecedor.
Guitarrista sensible y cuasi secreto, melómano exquisito, con unos dotes excepcionales para la captación de la poesía en la vida y en los libros, poeta él mismo, exigente, sin casi obra, relector más que lector en los últimos años de pocos y buenos libros, compaginó esa capacidad de goce consciente de la vida en su esencial fragilidad con una generosidad y desprendimiento naturales en su entrega a la familia.
Hermano fraterno, mi vida durante muchos tramos ha discurrido paralela a la suya: nos separan un año y tres meses. El era mayor, pero mi vida ha sido paralela a la suya y ahora tendré que reconstruir mis trozos rotos para integrar entre ellos la inabarcable huella de su memoria en la mía. Es terrible la muerte de un hermano al que los silencios nos habían llegado a unir en los últimos años más que las palabras y entre los que la sobriedad suplía la elocuencia o los excesos de la efusión.
Se ha trasladado a ese otro lado de la eternidad con entereza y con esa rara elegancia de los pocos que son capaces de poner buena cara al dolor para ahorrar sufrimiento a sus seres queridos. Más nietzschiano que estoico (no era Séneca santo de su devoción, virgiliano y lucreciano como era) nos ha dejado dos lecciones: no difamar de la existencia, a la que siempre abrazó en la belleza de lo cotidiano y virginal, y la de que nada nunca termina de pasar del todo, porque en cada instante se agazapa y bulle la eternidad.