OPINIÓN
Teodoro Leo Menor
Tal día como hoy, hace 85 años, tras el fracaso de las previsiones de los rebeldes, casi un millón de personas se disponían a morir en una guerra civil de tres años y en una posguerra donde los vencedores no tuvieron piedad de los vencidos. La guerra había comenzado el 17 de julio en Marruecos, y la estrategia de tomar inmediatamente Madrid, ahogándola por el norte con el general Mola, por el noroeste con el general Goded y por el sur con el general Franco, fracasó totalmente, lo que precipitó una contienda que duraría casi tres años.
Los argumentos que dieron los rebeldes para desencadenar una guerra fratricida fueron falaces y peregrinos. Y es que los rebeldes no fueron a la guerra para salvar a España del totalitarismo comunista, sino que ellos querían imponer su propio totalitarismo. Cuando una persona está enferma, sufre gangrena y el médico tiene que amputar el miembro gangrenoso, jamás se le ocurriría cortar la pierna sana. Siempre en medicina, como en todas las grandes obras del hombre, hay que dejar abierta una puerta a la esperanza, al menos un hilo de luz que nos permita salir del túnel de la tragedia.
Cuando el general José Sanjurjo Sacanell, exiliado en Estoril tras el fallido golpe de Estado de 1932, conocido como la «Sanjurjada», llamado a ser el cabeza visible de la rebelion, murió el 20 de julio de 1936 en un accidente de aviación, los planes de los golpistas sufrieron un giro copernicano.
El general Franco, bajo la «hábil» batuta del «director» de aquel desatino, el general Emilio Mola (curiosamente muerto también en accidente de aviación en 1937), se convirtió pronto en el «generalísimo» de los ejércitos, sin oposición para llevar a cabo sus planes de perpetuarse en el poder.
Más de 50.000 libros se han escrito sobre nuestra guerra civil, aunque muchos de ellos, escritos durante 40 años de dictadura franquista, se ajustaron a los cánones y a la ortodoxia del régimen. Pero de los historiadores, como imparciales intérpretes del pasado, esperamos algo más que ideología y, desde luego, valentía ante la censura. De esta manera los gentiles podemos asomarnos al pasado sin que nos animen prejuicios que tergiversen la realidad, cuando no ominosas parcialidades.
La guerra civil se pudo y debió haber evitado. Y no es menos cierto que, desde que nació aquel ilusionante 14 de abril de 1931, tuvo enemigos tanto de las fuerzas reaccionarias de la derecha, los altos mandos militares de origen «africanista» y la iglesia Católica (que no querían perder sus privilegios conseguidos en el seno de la Monarquía secular), como de las fuerzas revolucionarias de la izquierda y el anarquismo (que siempre recelaron de las reformas de la que ellos llamaban «República burguesa») .
Unos y otros encresparon la situación y, por razones diametralmente opuestas, todos ellos impidieron la consolidación de una República plural, democrática, constitucional y reformadora que cambiara, de una vez por todas, nuestro atraso secular y nos llevara al progreso y la modernidad en un clima de sosiego y tolerancia, enterradas las hachas, las controversias y las rencillas que jalonaron nuestra historia.
Pero no pudo ser. Tuvieron que morir casi un millón de españoles para que un señor, ascendido a general gracias a la ley de ascensos por «méritos de guerra» de 1910, vengativo por naturaleza, pues no perdonó a los vencidos (y entre esos vencidos estaba la Guardia Civil que, casi en un 55%, se mantuvo leal a la legalidad republicana, algo que Franco, que estuvo a punto de suprimirla, nunca le perdonó), se convirtiera en césar omnipresente (recibiendo los honores y el visto bueno de la Iglesia bajo palio) para «salvar a la civilización cristiana occidental de las hordas marxistas».