OPINIÓN
Julián Macías Yuste
Y ya puestos a contar y cantar las innumerables singularidades y hermosas excelencias que podemos encontrar en este bellísimo pueblo de la serranía gaditana, no podríamos, de ninguna manera, pasar por alto una de sus particulares donaciones que la Madre Naturaleza le ha donado junto a otras no menos exclusivas y bellas que distinguen a Ubrique de otras españolas localidades:
Fruto de su alta pluviosidad y a la naturaleza escarpada de su entorno, son muchas las fuentes y nacimientos naturales que, no solo alimentan al cuerpo de sus fresquísimas y apetecibles aguas, siempre transparentes y límpidas, sino que los sentimientos más íntimos del alma son los que, de alguna manera, son alimentados y saciados henchidos éstos en su rumorosa presencia.
Y es cierto que nuestro estado de ánimo va a depender de varios factores, y que nuestra forma de ver y apreciar todo lo que percibimos por nuestros sentidos dependerá directamente de nuestro estado de ánimo, por lo que, una misma cosa podríamos apreciar y contar de distintas maneras.
Dicho esto, dedicaremos el canto a los manantiales que nos hemos propuesto, justo en primavera y tal como lo recordamos, hace muchos años, cuando disfrutábamos de nuestra niñez, y cuando nuestras acciones nos pueden parecer pueriles, pero los recuerdos son más puros, entrañables, amorosos y por supuesto, casi imborrables y duraderos.
Empecemos entonces: ¿Puede el agua en sus distintas facetas y entorno influir hasta en los sentimientos más profundos de nuestro ser? Desde luego que sí. No reaccionaremos igual ante el agua que brota de la tierra, límpida, transparente, fresca, calmosa, ante la que sentimos un deseo irresistible de tocar, beber, refrescar nuestros brazos y cara, introducir nuestros pies, etc. o sea, disfrutar enormemente de ella, sintiéndonos a la vez, dichosos, contentos y extremadamente joviales que, cuando por su exceso y velocidad se convierte en incontrolado torrente que el terror y el pánico es lo que suscita.
Tampoco nos afectaría igual el entorno de su recorrido, sintiendo una especial tranquilidad y bienestar cuando discurre por entre huertas, frutales o arboledas, que cuando el entorno es yermo u hostil.
¿Y cuándo su fluir se hace lento y rumoroso, sobre todo al caer la noche, acompañado todo de una tenue luz de la recién salida Luna? Entonces se hace más poético e inspirador de sentimientos amorosos y profundos. Así debió sentirlos Gerado Diego cuando se inspiró en su conocido y famoso soneto dedicado al Duero.
También, para nosotros, es sumamente dichoso y gratificante el entorno que rodea el lecho de tu nacimiento, en el que tantas veces disfrutamos de los juegos de la niñez. Incluso el de los animales y bichejos que a tu maternal regazo buscaban su diario alimento y tu sinigual cobijo. Es por eso, que le dediquemos un pensamiento al que no faltaba nunca a la cita primaveral.
El ruiseñor aparecía de repente. En cuanto el Sol calentaba y alumbraba lo suficiente para que el milagro de la vida se esparciera, como un maravilloso manto, que nos traía una sin par alegría y unas gratificantes e inexplicables ganas de vivir. Y al quedar atrás las oscuridades y penurias del invierno, se alzaba por entre todos los ruidos, el inconfundible, maravilloso y nunca tan bien ponderado, sonido de tus musicales trinos. Su excepcional órgano canoro producía la más bella melodía que imaginarse pueda, sino que además, seguramente, para no delatar el sitio exacto adonde incubaba su hembra, estaba dotado de una potencia y extraordinaria estercofonía que hacía que una envolvente cadencia misteriosa la hiciera audible desde cualquier punto cercano pero con la imposibilidad de orientar el foco u origen del melodioso canto, que al llegar la noche, junto al murmullo de tus aguas, adquirían el punto más alto del unánime reconocimiento de lo adorable y sublime.
¿Y qué decir de la misteriosa y escurridiza anguila y que por aquí llamábamos “anguiyas”? Siempre buscando su mejor hábitat en los fangosos y limosos fondos donde la corriente era casi imperceptible, gustando de las umbrías que zarzales y arboleda proyectaban sobre los placenteros lechos, cerca de las huertas, que era donde su sustento era más abundante.
Y así, fue discurriendo, poco a poco, el devenir de tu existencia, recorriendo la campiña, distribuyendo el primario condicionante de los seres vivos con absoluta largueza, camino, pues de los salados esteros, a donde cumplirías, con paternal tranquilidad, el envidiado ciclo que la Naturaleza te había encomendado.
Decía un sesudo filósofo a sus absortos contertulios: “No os bañaréis nunca en las mismas aguas”, refiriéndose, quizás, a su poco aún conocido pero intuido ciclo.
Pero por muy pequeña que sea la cifra que te corresponda en un somero cálculo de probabilidades, siempre existirá la probabilidad de que esas aguas repitieran recorrido. Y ¿si así fuera? ¿Volverían de nuevo a acompañar el trino de los ruiseñores y ofrecerías tu delicado y fresco hábitat a la suculenta “anguiya”? Mucho me temo que esto no sería posible. Por lo menos en un corto periodo de tiempo.
Ahora, eso sí… Lo que creo que no te faltaría nunca serían niños dispuestos a disfrutar con tu existencia, ni algún Fray Luís de Léon que te diga
“Desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar
corriendo se apresura”.
Yo, que soy bastante insignificante, solo os puedo dedicar estos humildes versos:
A las fuentes y manantiales del Benalfih, Rodezno y Cornicabra,
en cuyas frescas y claras aguas jugaba de niño
Justo en las rocas brota esta fuente,
y bien pronto esparce sus rumores
que acompañan galanes ruiseñores,
salvando entre espumas la pendiente.
De la tierra, la azada y tu corriente
ayudada del Sol y sus calores,
llenará de los frutos y de flores,
en la huerta sembrada la simiente.
Repartes por los campos tu frescura
Palabras de amor susurras sonriente,
colma tu fluir el bien y la dulzura.
Pura y clara pasas por mi puente.
Llenando tu ribera de hermosura
caminas hacia el mar muy lentamente.