OPINIÓN
Julián Macías Yuste
Inmersos de lleno en reconocer que todos los factores que rodean al artista van influyendo de manera altamente significativa en sus creaciones y, si partimos del axioma “no se quiere lo que no se conoce”, convendríamos en reconocer que el creador de belleza es porque antes la asume y después tiene esa capacidad sumamente innata de poderla plasmar. En uno de los grandes cuadros que colgaban de las paredes del cine de mi abuelo Diego Yuste, Salón Siglo XX se leía “La belleza enciende la antorcha del amor”, que si damos por cierta, convenimos que ésta es el desencadenante de la aparición de una de las manifestaciones más intrínsecas, profundas y complicadamente sustanciales de lo espiritual, sólo atribuibles al alma humana. Pero ¿puede la belleza generar otra forma de exteriorizar los sentimientos de la insondable e infinita capacidad del alma para que pueda ser percibida por otros seres a los que va indudablemente dirigida? Busquemos, pues, el cooperante necesario en forma de factor material y casi con seguridad tendríamos resuelto el problema.
Cabe, pues, que hagamos las siguientes reflexiones: ¿Es el granito barroqueño el que genera la grandiosidad y esplendor de la Catedral de Burgos o la maravillosa esbeltez arquitectónica de la de León, joyas del inigualable arte gótico summum, como otras tantas, de un desconocido fervor por la belleza? ¿O es que el mármol de Carrara acaparará la autoría de las figuras esculpidas por Fidias, Mirón o el mismo Miguel Ángel? ¿Acaso el modesto castaño o el nogal o el ébano y la caoba son los determinantes absolutos de la filigrana de la sillería de la de Coria-Cáceres o el Gran Poder y el Cristo de la Buena Muerte de Juan de Mesa?
Desde luego algo han debido contribuir a las más altas cotas de la perfección conseguidas por los artistas en su loable e indiscutido empeño por la creación de las más bellas y genuinas obras que soñarse puedan, pero debe ser el alma humana en su inextinguible e inequívoco caminar hacia lo sublime quien debe, a mi juicio, marcar las diferencias entre la bondad de lo, al fin y al cabo, material y lo imposible de medir y cuantificar como es la capacidad creadora del alma por ser ésta espiritual.
Por tanto, podríamos asegurar, que el artista, para la consecución de su afán en lograr que su obra sea bella, necesita un material tangible que al recibir su trabajo lo exteriorice y pueda ser percibido, como es la palabra para el poeta, los sonidos para el músico o el arco cromático para el pintor.
Pero… ¿y para el petaquero? ¿Cómo se explica al exultante éxito de su arrolladora industria para liderar actualmente el primer puesto de la fabricación en piel de los más perfectos y reconocidos y afamados productos, objetos únicos en su clase que demuestran la inexplicable metamorfosis que sufre un trozo de piel para terminar en una indiscutible y preciosa obra de arte?
Empecemos por el cooperante necesario y tangible, parte material adonde se plasmarán las inquietudes artísticas de su alma creadora, cuyo detonante y emblemático afán de la belleza “per se” ya hemos apuntado en los esbozos anteriores.
Y para fundamentar algo en que apoyarnos, nos zambulliremos directamente en las fuentes de la Historia y la Leyenda.
Parece ser que en las Crónicas de Herodoto, ya aparecen vagas, pero no descabelladas descripciones, del ancestro del toro ibérico, que no era otro sino el uro, posiblemente de la vaca de Gerión, y que Hércules, en uno de los siete trabajos a los que fue condenado robó y que dado su procedencia mítica, terminó siendo, según las mismas Crónicas, pastoreado por Argantonio, emparentado sin lugar a dudas con los desaparecidos atlantes, por las feroces y extensas tierras conocidas como el reino de Tartesos, también conocemos que los últimos ejemplares de este toro salvaje, de procedencia legendaria, y por tanto excepcional, pudo vivir casi en su primitivo estado, hasta nuestros días, en las Serranías de Grazalema, esquivando la presión humana, semiescondidos en los breñales e inaccesibles riscos de su abigarrada geografía.
Pero la excelsa e inigualable calidad de su piel no puede ser suficiente como para llegar a que su extraordinaria fama sea confusión para la inmensa mayoría de las personas, que creían que el nombre de “Ubrique” sea el de un hipotético animal, generador de pieles maravillosas, que hasta en la Real Academia de la Lengua Española, generó un apasionado debate entre los más eruditos y que al final se decantó por reconocer por ese nombre a “una piel de extraordinaria calidad” sin que nadie pudiese demostrar, sino en la leyenda, la de “Ubrique” como espécimen animal.
Y es muy conveniente reconocer que una piel proveniente del desolladero no tendría ningún valor sin que por medio de sabias manipulaciones se pusieran de manifiesto sus altísimas cualidades, y que todas ellas fueran aplicadas por el más humilde y desconocido eslabón de esta cadena de fabricación del arte y la belleza y que no es otro que el sufrido, y a veces ignorado, “Temerario”. No podríamos ser ecuánimes si no le dedicáramos unas líneas que con sumo placer paso a intentar plasmar:
Eran varias las “tenerías” que existían en Ubrique dedicadas a la curtición de pieles y que habían desarrollado las depuradas técnicas que, desde muy antiguo, habían dado en obtener curticiones de muy alta calidad, haciéndose famosas por todo el Reino, e incluso en otras naciones.
Ubicadas, sobre todo en la margen izquierdo del río, desde el manantial del Rodezno hasta el puente de los Callejones, aprovechaban la abundancia de agua y también de materiales curtientes, ricos en tanino, procedentes de cortezas y raíces que los corcheros acarreaban, para luego de ser molidos, se utilizaban doctamente. La tenería consistía básicamente en un cobertizo que contenían varios “noques” o albercas de distintos tamaños y profundidades por donde pasarían sucesivamente las pieles desde las que contenían desde cal viva hasta los más sofisticados curtientes, y que luego pasarían hasta la planta alta como secadero, hasta rematar un pellejo de aspecto casi repugnante hasta una suave y flexible piel que en nada se parecía en su aspecto primitivo.
Y de niño, cuando iba a la Escuela, observaba con pueril curiosidad como aquel hombre con su enorme delantal sobre un convexo borriquete se afanaba en remellar, una por una, los enormes fardos de pieles, amontonando los restos pitracosos que luego utilizarían para fabricar cola de carpinteros, siendo ésta sumamente apreciada. Desafiaba aquellas gélidas mañanas la frialdad del agua que utilizaba, con su boina y una semiapagada colilla en los labios, y un rítmico canturreo para distraer una faena que a otros podría parecer como por lo menos repugnante. Y en el verano sus enemigas las moscas y moscardas, hacia poco algunas carbuncosas, y que combatía favoreciendo la aparición y nidificación de las avispas con algunos trozos de carne podrida, pues éstas eran los enemigos naturales de los molestos y peligrosos dípteros. Aquel afanoso trabajo, aunque muy poco agradable, era absolutamente necesario, siendo su calidad tan apreciada que fueron premiados incluso en Certámenes Internacionales y Nacionales aunque yo no alcance a recordar, pero al que le dedico estos versos:
En la vieja tenería, consumido
en remellar las pieles del ganado,
que del noque de la cal ya ha sacado,
vive el temerario en su curtido.Taninos del barnizo muy molido,
curadas del tiempo y el secado,
flexible la suela que ha tratado,
suave la piel que ha conseguido.Orgullo de su abuelo ha heredado,
de cerda y de la lezna bien cosido,
su preciso de cuero repujado,
y de sus propias manos trabajado,
gran premio que en París ha merecido,
el Arte en la piel que Ubrique ha dado.