Texto y fotos: Pedro Bohórquez Gutiérrez
La cabeza del toro nos sorprende rebasada la mitad del recorrido hacia Benaocaz junto a la calzada romana (o lo va quedando de ella) entre Ubrique y la villa vecina, en la Sierra de Cádiz.
La tradición prescribe lanzar una piedra sobre la figura del cornúpeto, que diría un taurino pedante, y dar en el blanco, es decir, dentro de la silueta. La razón última de este ritual, como el de tantas tradiciones de las que solo se conserva la cáscara vana, se desconoce (o yo, al menos, desconozco sus motivos últimos, si es que los tiene) y se practica, también como tantas tradiciones que se mantienen por la inercia de la repetición desconectadas de su origen, como puro juego gratuito.
No lo tiene fácil, sin embargo, quien se anime a practicar el rito, pues en muchos metros a la redonda, con ser el terreno pedregoso, no se encuentra un cascajo suelto. Tomarlo del montón que se acumula y crece al pie de la pared caliza donde está la pintura parece que no está bien, así que hay que dar marcha atrás en la trocha o salirse de ella, para encontrar un buen guijarro. La pared pétrea está llena de picotazos y la figura del toro, ahora negro, antes rojo, se decolora a fuerza de pedradas.
Como toda tradición que es exclusiva del pueblo que la engendra, y en la que ninguna institución cultural mete las narices, una mano anónima, no se sabe quién y es lo de menos, pueden ser las de Antonio, Manuel o María, renueva periódicamente la pintura para que la fiesta (un alto en el camino, antes de emprender la última pendiente hacía Benaocaz) continúe, sin importar desde cuándo ni hasta cuándo.
La leyenda dice que los mozos de Ubrique arrebataron a los de Benaocaz, en un episodio de rivalidad típica entre pueblos vecinos, no despojados a pesar de la Historia de su ancestral rivalidad tribal, su toro de cuerda y que lo arrastraron calzada abajo. Y que en ese punto, donde hoy se acumulan los pedruscos, el toro fue sacrificado, no se sabe si por unos o por otros, perseguidos o perseguidores. O que reventó en el frenesí de la carrera por terreno tan agreste. Quién sabe.
La cabeza del toro nos sorprende rebasada la mitad del recorrido hacia Benaocaz junto a la calzada romana (o lo va quedando de ella) entre Ubrique y la villa vecina, en la Sierra de Cádiz.
La tradición prescribe lanzar una piedra sobre la figura del cornúpeto, que diría un taurino pedante, y dar en el blanco, es decir, dentro de la silueta. La razón última de este ritual, como el de tantas tradiciones de las que solo se conserva la cáscara vana, se desconoce (o yo, al menos, desconozco sus motivos últimos, si es que los tiene) y se practica, también como tantas tradiciones que se mantienen por la inercia de la repetición desconectadas de su origen, como puro juego gratuito.
No lo tiene fácil, sin embargo, quien se anime a practicar el rito, pues en muchos metros a la redonda, con ser el terreno pedregoso, no se encuentra un cascajo suelto. Tomarlo del montón que se acumula y crece al pie de la pared caliza donde está la pintura parece que no está bien, así que hay que dar marcha atrás en la trocha o salirse de ella, para encontrar un buen guijarro. La pared pétrea está llena de picotazos y la figura del toro, ahora negro, antes rojo, se decolora a fuerza de pedradas.
Como toda tradición que es exclusiva del pueblo que la engendra, y en la que ninguna institución cultural mete las narices, una mano anónima, no se sabe quién y es lo de menos, pueden ser las de Antonio, Manuel o María, renueva periódicamente la pintura para que la fiesta (un alto en el camino, antes de emprender la última pendiente hacía Benaocaz) continúe, sin importar desde cuándo ni hasta cuándo.
La leyenda dice que los mozos de Ubrique arrebataron a los de Benaocaz, en un episodio de rivalidad típica entre pueblos vecinos, no despojados a pesar de la Historia de su ancestral rivalidad tribal, su toro de cuerda y que lo arrastraron calzada abajo. Y que en ese punto, donde hoy se acumulan los pedruscos, el toro fue sacrificado, no se sabe si por unos o por otros, perseguidos o perseguidores. O que reventó en el frenesí de la carrera por terreno tan agreste. Quién sabe.