Texto: Julián Macías Yuste
Fueron aquellos días anteriores al mes de Mayo lluviosos como siempre. Las temperaturas primaverales que, en algunas ocasiones, eran más bien veraniegas, como nos recuerda aquel poema anónimo: Que por Mayo, era por Mayo,/cuando hace el calor,/cuando los trigos encañan/y están los campos en flor/cuando canta la calandria/y contesta el ruiseñor……, muchas veces se pasaban de la raya, pero dejaban aquel hermosísimo tapiz multicolor sobre los campos serranos imposibles de igualar. Todas las calles y balcones de la hacendosa Villa de Ubrique eran una explosión de colorido con sus macetas por doquier que hacían el más delicado deleite visual y olfativo que imaginarse pudiera.
Debido a tan beneficiosas precipitaciones pluviales, éstas engendraban infinidad de arroyuelos y en ellos se formaban pozas o charcas que, aunque fueran un poco profundas dejaban ver su pedregoso fondo dada la transparencia y luminosidad de sus aguas, y adonde engollipada la merienda, a la salida fácil observar pequeños galápagos junto a los gusarapos numerosísimos, haciéndose de todo punto irresistible el deseo de beber aguas tan cristalinas, cuando no un pequeño chapuzón en cueros o por lo menos jugar un ratito con los pies descalzos en tan refrescantes y purísimas aguas.
Como las tardes de Primavera eran cada vez más largas, aprovechábamos los niños para ir al campo a seguir y observar la floración del gamonal y de camino buscar nidos de pájaros, que era raro el niño que no era un fervoroso aficionado a jilgueros, verdones, lúganos, etc., con un simpar respeto a su conservación y disfrute, aunque no fuese compartido al ciento por ciento por todos y cada uno de ellos.
Pues, cuando faltaba pocos días para el Día de la Cruz, era como si una locura colectiva se apoderara de la pueril población y, a la salida de la Escuela, corriendo como gamos, siempre guiados por los más veteranos y conocedores de los terrenos para hacer la suficiente provisión de leña para conseguir la mejor hoguera. Recordamos con cariño una de esas entrañables tardes que, provistos de objetos cortantes más o menos apañados, nos liamos con unos lentiscos que, después de la dificultad que entrañaba el talarlos, apenas nos fueron útiles, pues ardían en una sola llamarada, chisporreando tanto que mientras duraba su ignición no había quien se acercara a calentar un gamón. Y mientras los niños nos atareábamos en esos menesteres, los vecinos se ocupaban en adornar las distintas Cruces esparcidas por varios lugares del pueblo, confeccionándose como una especie de altares con infinidad de flores silvestre o cultivadas en las numerosísimas macetas y arriates que ornamentaban balconadas o recodos Bellísimos de las empinadas calles ubriqueñas.
También era arraigada costumbre hacer columpios con gruesas maromas, de balcón a balcón, atravesando las calles que, con un cojín como asiento, al son de las más bellas canciones con letras y música creadas e interpretadas solo para la ocasión, columpiar y festejar la bella lozanía de las mozas ante el arrobado embeleso de los mozos, muy pendientes también del arriesgado cumplimiento del acostumbrado recato, aunque las más de ellas se ataban como un pañolón en las piernas, para evitar el apetecido vuelo de la falda.
Fueron aquellos días anteriores al mes de Mayo lluviosos como siempre. Las temperaturas primaverales que, en algunas ocasiones, eran más bien veraniegas, como nos recuerda aquel poema anónimo: Que por Mayo, era por Mayo,/cuando hace el calor,/cuando los trigos encañan/y están los campos en flor/cuando canta la calandria/y contesta el ruiseñor……, muchas veces se pasaban de la raya, pero dejaban aquel hermosísimo tapiz multicolor sobre los campos serranos imposibles de igualar. Todas las calles y balcones de la hacendosa Villa de Ubrique eran una explosión de colorido con sus macetas por doquier que hacían el más delicado deleite visual y olfativo que imaginarse pudiera.
Debido a tan beneficiosas precipitaciones pluviales, éstas engendraban infinidad de arroyuelos y en ellos se formaban pozas o charcas que, aunque fueran un poco profundas dejaban ver su pedregoso fondo dada la transparencia y luminosidad de sus aguas, y adonde engollipada la merienda, a la salida fácil observar pequeños galápagos junto a los gusarapos numerosísimos, haciéndose de todo punto irresistible el deseo de beber aguas tan cristalinas, cuando no un pequeño chapuzón en cueros o por lo menos jugar un ratito con los pies descalzos en tan refrescantes y purísimas aguas.
Como las tardes de Primavera eran cada vez más largas, aprovechábamos los niños para ir al campo a seguir y observar la floración del gamonal y de camino buscar nidos de pájaros, que era raro el niño que no era un fervoroso aficionado a jilgueros, verdones, lúganos, etc., con un simpar respeto a su conservación y disfrute, aunque no fuese compartido al ciento por ciento por todos y cada uno de ellos.
Pues, cuando faltaba pocos días para el Día de la Cruz, era como si una locura colectiva se apoderara de la pueril población y, a la salida de la Escuela, corriendo como gamos, siempre guiados por los más veteranos y conocedores de los terrenos para hacer la suficiente provisión de leña para conseguir la mejor hoguera. Recordamos con cariño una de esas entrañables tardes que, provistos de objetos cortantes más o menos apañados, nos liamos con unos lentiscos que, después de la dificultad que entrañaba el talarlos, apenas nos fueron útiles, pues ardían en una sola llamarada, chisporreando tanto que mientras duraba su ignición no había quien se acercara a calentar un gamón. Y mientras los niños nos atareábamos en esos menesteres, los vecinos se ocupaban en adornar las distintas Cruces esparcidas por varios lugares del pueblo, confeccionándose como una especie de altares con infinidad de flores silvestre o cultivadas en las numerosísimas macetas y arriates que ornamentaban balconadas o recodos Bellísimos de las empinadas calles ubriqueñas.
También era arraigada costumbre hacer columpios con gruesas maromas, de balcón a balcón, atravesando las calles que, con un cojín como asiento, al son de las más bellas canciones con letras y música creadas e interpretadas solo para la ocasión, columpiar y festejar la bella lozanía de las mozas ante el arrobado embeleso de los mozos, muy pendientes también del arriesgado cumplimiento del acostumbrado recato, aunque las más de ellas se ataban como un pañolón en las piernas, para evitar el apetecido vuelo de la falda.