OPINIÓN
Pedro Bohórquez Gutiérrez
A solo un cuarto de hora o veinte minutos a pie, en los alrededores de mi pueblo, Ubrique, podemos encontrar ocultos espectáculos naturales no por discretos menos sorprendentes e hipnóticos. Uno de ellos es el Arroyo Seco, cuyas aguas, solo cuando llueve intensamente y con una cierta continuidad como en estos días, se precipitan desde los llanos de El Rano, por un cauce en pendiente y sembrado de enormes rocas calizas, cuyas formas caprichosas esbozan figuras fantásticas, dando lugar a una sucesión de pequeñas cascadas escalonadas que van sumando el ruido de su caída en un único estruendo ensordecedor. Al contrario de lo que ocurre en los períodos de estiaje, cada vez más largos, en los que su caudal se estanca en pozas y termina finalmente por esfumarse, dejando un croar de ranas como último eco. De ahí la explicación y la paradoja de su topónimo: Arroyo Seco.
Como casi todos los caminos que salen de este pueblo, que, como saben quienes lo conocen, se extiende en un valle hondo y estrecho, y saturado de construcciones blancas que trepan y se asientan en las laderas bajas de la sierra, el camino para llegar obliga a luchar contra la ley de la gravedad: en este caso, la trocha de Benaocaz, de orígenes romanos según la tradición y un cartel oficial certifica, aunque su primer tramo está relleno de cascotes y restos de obras modernas -fragmentos de alicatados horribles y de ladrillos rojos- para dar acceso rodado a algunas fincas rústicas que han ido surgiendo y proliferando como extraños hongos en los últimos años a uno y otro lado del camino.
Esta circunstancia para poder asomarse al Arroyo Seco, la del ascenso -leve por otra parte-, se suma a la necesidad de salirse de la calzada «romana» y tener que adentrarse por un corto y estrecho tramo de vereda semioculta entre lentiscos que crecen a un lado y otro hasta unir sus ramas y por el que hay que abrirse paso como por un pasadizo misterioso, se suman -digo- como explicación a que nadie, o casi, frecuenten el paraje y menos, paradójicamente, cuando ofrece este espectáculo de días contados, es decir, cuando hace mal tiempo, al que en la tarde del viernes se sumaba la ventisquera.
De ahí que quien no se acobarde demasiado por las inclemencias de la caprichosa meteorología y se acerque en estos días (preferentemente solo y en silencio y bajo una leve llovizna y rachas intermitentes de viento) a este lugar escondido y cercano a la vez, ajeno y oculto a las miradas como si se hallase en mitad de un desierto, o en otra dimensión secreta, se dejará sorprender por un espectáculo único, y podrá gozarlo a sus anchas y sin la incomodidad de interferencias molestas.
Pedro Bohórquez Gutiérrez
A solo un cuarto de hora o veinte minutos a pie, en los alrededores de mi pueblo, Ubrique, podemos encontrar ocultos espectáculos naturales no por discretos menos sorprendentes e hipnóticos. Uno de ellos es el Arroyo Seco, cuyas aguas, solo cuando llueve intensamente y con una cierta continuidad como en estos días, se precipitan desde los llanos de El Rano, por un cauce en pendiente y sembrado de enormes rocas calizas, cuyas formas caprichosas esbozan figuras fantásticas, dando lugar a una sucesión de pequeñas cascadas escalonadas que van sumando el ruido de su caída en un único estruendo ensordecedor. Al contrario de lo que ocurre en los períodos de estiaje, cada vez más largos, en los que su caudal se estanca en pozas y termina finalmente por esfumarse, dejando un croar de ranas como último eco. De ahí la explicación y la paradoja de su topónimo: Arroyo Seco.
Como casi todos los caminos que salen de este pueblo, que, como saben quienes lo conocen, se extiende en un valle hondo y estrecho, y saturado de construcciones blancas que trepan y se asientan en las laderas bajas de la sierra, el camino para llegar obliga a luchar contra la ley de la gravedad: en este caso, la trocha de Benaocaz, de orígenes romanos según la tradición y un cartel oficial certifica, aunque su primer tramo está relleno de cascotes y restos de obras modernas -fragmentos de alicatados horribles y de ladrillos rojos- para dar acceso rodado a algunas fincas rústicas que han ido surgiendo y proliferando como extraños hongos en los últimos años a uno y otro lado del camino.
Esta circunstancia para poder asomarse al Arroyo Seco, la del ascenso -leve por otra parte-, se suma a la necesidad de salirse de la calzada «romana» y tener que adentrarse por un corto y estrecho tramo de vereda semioculta entre lentiscos que crecen a un lado y otro hasta unir sus ramas y por el que hay que abrirse paso como por un pasadizo misterioso, se suman -digo- como explicación a que nadie, o casi, frecuenten el paraje y menos, paradójicamente, cuando ofrece este espectáculo de días contados, es decir, cuando hace mal tiempo, al que en la tarde del viernes se sumaba la ventisquera.
De ahí que quien no se acobarde demasiado por las inclemencias de la caprichosa meteorología y se acerque en estos días (preferentemente solo y en silencio y bajo una leve llovizna y rachas intermitentes de viento) a este lugar escondido y cercano a la vez, ajeno y oculto a las miradas como si se hallase en mitad de un desierto, o en otra dimensión secreta, se dejará sorprender por un espectáculo único, y podrá gozarlo a sus anchas y sin la incomodidad de interferencias molestas.