Texto: Pedro Bohórquez Gutiérrez
Leo desde hace unas días con lápiz y papel la última novela, Tres días del 33, del gaditano asidonense Ramón Pérez Montero. A falta de leer todavía sus últimas cincuenta páginas, avanzo este comentario provisional.
Tres días del 33, donde el autor convierte en sustancia narrativa los terribles sucesos ocurridos hace noventa años en la aldea de Casas Viejas y que conmocionaron los cimientos de la Segunda República, se desenvuelve en el mismo nivel de calidad en el que el autor acertó a situar su anterior novela, Eras la noche, en torno a la guerrilla de maquis que, al frente de Bernabé López Calle, operó en las serranías de Ronda, Cádiz y el Campo de Gibraltar, en la inmediata posguerra, publicada como ésta, con exquisito gusto, por Libros de la Herida.
Tres días del 33 es una narración ambiciosa y lograda, cuyo interés no decae a lo largo sus más de seiscientas páginas en ningún momento. Puedo asegurarlo.
Sobre los sucesos de Casas Viejas se han vertido ríos de tinta y en este contexto resultan llenas de interés las reflexiones que el autor intercala en el relato en torno la verdad de la Historia y de otros relatos (periodísticos, judiciales) frente a la verdad novelística, densas y sustanciosas. Merecería la pena detenerse en ellas con atención y en una lectura más demorada y atenta, porque ahora en este primer acercamiento mi atención como lector se ve arrastrada por una narración emocionante y emocionada y por su vertiginosa sucesión de perspectivas y voces.
He gozado (y aún me queda hacerlo) con la escritura de Ramón Pérez Montero que, a la par que me acerca de una forma vívida a la realidad de unos hechos estremecedores, y a unas formas de vida en las que, como andaluz con raíces rurales gaditanas, puedo reconocer un pasado aún no extinguido y que habita en mi memoria de algún modo.
La obra me traslada más que a un tiempo (pues el narrador logra anular la ilusión de la temporalidad en su convencional linealidad y sitúa al lector en un presente que vivificado no cae en lo estático del mero friso), me traslada, digo, a un espacio que arraiga poderoso en mi imaginación: ese paisaje único hecho de la confluencia de la campiña con el alcornocal gaditanos, que en el tratamiento que del mismo hace Ramón Pérez Montero adquiere las dimensiones míticas de un Comala, un Macondo o un Santa María, de Región o de Mágina, por limitarme a geografías del imaginario cultural hispánico.
El uso de la lengua del pueblo, sin las adherencias de la alfabetización uniformadora y a la influencia de los medios de comunicación de masas, como instrumento narrativo es uno de los logros mayores (y son muchos los de esta obra, cuyos registros idiomáticos, por otra parte, también son plurales y variados, y certifican el dominio del lenguaje de que hace gala con naturalidad y sin aparente esfuerzo Ramón Pérez Montero).
El narrador, en este sentido, rescata en toda su jugosidad y riqueza la lengua oral en la que fueron educados los oídos y el habla de quienes hemos crecido en los pueblos del interior gaditano y en unos años en que la cultura tradicional del mundo rural aún coleaba y prevalecía entre los mayores sobre la influencia de la incipiente televisión y del español globalizado, y más pobre. Podría poner cientos de ejemplos de esa expresividad lograda por el uso de los registros populares que Ramón Pérez recrea y actualiza con acierto en las voces de algunos de los múltiples personajes de esta novela, nunca mejor dicho, coral.
Había leído previamente El viaje a la aldea del crimen. Documental de Casas Viejas, de R. J. Sender, y el imprescindible Los anarquistas de Casas Viejas del antropólogo norteamericano de origen judío Jerome R. Mintz. Tres días del 33 está a la altura de toda esa literatura periodística e historiográfica, de las que los anteriores títulos son una muestra preclara, y de las que el autor se reconoce deudor y a las que invoca, homenajea y revisa a lo largo de la narración, a la par que las trasciende y completa al aportar un acercamiento que estaba por hacer (y que Ramón Pérez Montero acomete con valentía y un acierto que saltará a la vista del lector exigente), una acercamiento original e integrador, una aproximación, en suma, a la realidad con su verdad inasible y escurridiza, que solo la literatura, con mayúsculas, puede lograr, con esa añadidura que posee la inefabilidad de lo vivo perdurable (o su ilusión), gracias al uso poético y artísticamente magistral del lenguaje.
En fin, son estas mis primeras impresiones de lectura.
¡Enhorabuena al autor!