La fiesta de los espacios públicos se impone al derecho al descanso

OPINIÓN
Pedro Bohórquez Gutiérrez

Desde las cuatro de la tarde una banda de rock atrona frente al piso que habito en la avenida Fernando Quiñones, en un escenario improvisado en el Parque Rafael Alberti, de Ubrique. Estos conciertos, en cuanto llega junio, se convierten en habituales sin previo aviso para mayor tortura del vecindario.
La semana pasada fue una discoteca al aire libre, que amenizaba un mercadillo de bisutería, la que a unos decibelios anormales nos destrozó el descanso y nos enervó, sin permitirnos cualquier actividad desde las cuatro de la tarde hasta la dos de la madrugada. Fui arrojado de mi propia casa como quien dice y me mantuve fuera el mayor tiempo posible, desde las seis hasta la una (gracias, por cierto, a quienes me brindaron hospitalidad durante ese tiempo). Pues de nada sirvió que nos acercáramos a quienes nos indicaron que eran los encargados (a los que una autorización municipal de la Concejalía de Cultura parecía haber cargado de prepotencia) para que, tras una queja razonada, pidiéramos que bajaran el volumen en consideración de la hora y el vecindario. Ni por que era la sacrosanta hora sagrada de la siesta. El ruego fue contraproducente y el efecto, en un acto con todos las formas y maneras de una reafirmación chulesca, fue el contrario al perseguido: aumentaron el volumen como respuesta sumada a unas palabras despectivas.
De nada sirvió, ya al filo de la una de la madrugada y de regreso a casa, tras estirar al máximo el tiempo de escapada, llamar a la Policía Municipal, a ver si a ellos le hacían más caso y los presuntos músicos bajaban el volumen de la estridencia enlatada, machacona y torturante. Más cuando, la improvisada discoteca al aire libre mostraba, observada desde mi balcón, un aspecto desolador de fin de fiesta y en ella pululaban no más de cuatro tristes gatos. ¿Es que la arbitraria autorización municipal que entrega el espacio público a intereses particulares, bajo el pretexto de una supuesta y malentendida cultura debía prevalecer, en este caso, sobre una clara infracción de la ley u ordenanzas (si es que las hay) que regulan los ruidos y velan por el descanso de cualquier ciudadano? Pero no, la autorización era hasta la dos y ahí la Policía no tenía nada que hacer ni que decir, sino aconsejar paciencia y recomendar elevar una queja al Ayuntamiento a quien, como uno, estaba dispuesto en su desesperación e impotencia a tomarse la molestia de llamar a los municipales por teléfono e identificarte. No fui el único que llamaba esa noche quejándome, me dijeron. A lo mejor, pensando que así me consolaba.
Igual, ni más ni menos, que en esta tórrida tarde del sábado 17 de junio, con los termómetros a cuarenta y tantos grados de temperatura, en la que un grupo de rock y sus contratantes, dueños absolutos del espacio público por la gracia de una dudosa en su legalidad autorización municipal, han comenzado sus ensayos a las cuatro, fastidiando -otra vez más- el descanso de la siesta o cualquier otra actividad que a los vecinos se nos ocurra, sin indicios de que paren en algún momento y no vayan a empalmar con el concierto, no sabemos hasta qué hora. Ni la Policía Municipal, por lo que nos informa, lo sabe. Se limita a disculparse («no podemos hacer nada») y a recomendar a la par de paciencia (lo que se agradece cuando ésta comienza a flaquear) la elevación (¿para qué y a quién?) de una queja al Ayuntamiento. Que, por cierto, hoy cambia de gobierno. Les daré una idea: ¿por qué no celebran estos eventos en la plaza de toros que se encuentra en las afueras y no molesta y pisotea el derecho al descanso de los ciudadanos, sacrificándolo al sacrosanto dios de la sagrada fiesta perpetua, que no se olvide, es uno de los pilares de la política municipal?

Parque Rafael Alberti.
Parque Rafael Alberti.
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