Texto y foto: Pedro Bohórquez Gutiérrez
De chico hasta entrada la adolescencia soportaba mejor el calor. Sería porque hasta los dieciséis años pasé los veranos en Los Bujeos, con su casa en una colina próxima al alcornocal, salvo el periodo del año 67 al 70 en que mi padre trabajó en el Colegio Libre Adoptado (CLA) y tuvo arrendado el campo. Al principio, hasta el 66, año en que, durante nuestra estancia estival en el campo cumplí los cinco y primero del que guardo clara memoria, no prestada o apuntalada por los relatos de mi madre o de mis dos hermanos mayores, esas estancias podían alargarse hasta las navidades e incluso hubo un año, cuando todos los hermanos éramos pequeños y mi padre decidía suplir la escolarización con las lecciones diarias que suponía nuestra vivencia en el campo, donde cada día traía su novedad, completadas por clases de iniciación a las primeras letras y nociones básicas de cálculo –aún recuerdo mi paso allí en Los Bujeos del lápiz al primer bolígrafo que imitaba las codiciadas estilográficas–, en que empalmamos un verano con el siguiente sin pisar entre medio el pueblo.
Mi noción del espacio debía de estar tan en pañales en ese periodo como la del tiempo: la distancia entre la casa de Los Bujeos y Ubrique, que puede recorrerse en una hora y pico a buen paso –aún tardaría en experimentarlo–, se representaba en mi mente infantil como la que separaba a dos continentes. Así era al menos en ese “verano” del 66, en el que la estancia comenzó en el mes de abril y se prolongó hasta primeros del de septiembre, cuando marchamos a Ubrique porque mi madre iba a dar a luz su séptimo y último hijo (una niña). El regreso coincidió con el estreno de la casa nueva de la calle Pemán 21 y con mi ingreso, tras feria de Ubrique, con cinco años, junto a mi hermano Francisco, un año y tres meses mayor, en primero de Primaria, en la llamada, solo porque cumplía esa función, escuela del Convento, abandonado por los frailes capuchinos apenas hacía unos veinticinco años, y que no era otra cosa que la habilitación como clase, entre otras dependencias, del primitivo refectorio de techo abovedado, al frente de flamantes jóvenes maestras con gafas de pasta y cortes de pelo yeyé, y en vecindad con los alumnos de ingreso a Bachillerato elemental, la elite, entre la que se encontraba nuestro hermano mayor, Miguel, distinguida por el uso durante todo el año de pantalones largos y otro corte de pelo, de flequillo diagonal sobre la frente, lejos del pelado a lo Marcelino en el mejor de los casos o de hospicianos a rape de los pequeños: eran tiempos aquellos de piojos y liendres, que, para nosotros, recién llegados del campo, venían a sustituir a los coquitos, mosquitos y avispas de los veranos en Los Bujeos, mucho más fáciles en cambio de combatir y además con remedios naturales.
Del 66 y el 70, en que prácticamente dejamos de frecuentar los charcos de la Garganta de Millán, de la Venta del Alférez o del “Mehnunco», en el arroyo Marroquí, que todavía en aquella década mantenía caudal por los días de verano, sin secarse como ahora a principios de junio, sustituidos por los más cercanos al pueblo de la Cañada de los Gamonales (“El Lejío”, como llamábamos nosotros el lugar con sus antiguos tejares abandonados), nuestras veranos en Los Bujeos, a un paso del alcornocal, fueron cobrando en nuestros recuerdos y nuestra imaginación unas proporciones míticas.
Fueron casi cuatro años de destierro, solo interrumpido por breves estancias de fin de semana a partir del 68 –aún guardo memoría de la primera en el tiempo– y fuera de la temporada estival, durante los que fuimos desarrollando una añoranza solo saciada, por fin, en el verano del 71, cuando nuestro padre, al ser sustituidos como profesores los diplomados por licenciados en el CLA, dejó su trabajo allí y retomó su actividad como labrador y ganadero en Los Bujeos, a cuya casa volveríamos durante un lustro más casi todo el verano completo y a veces hasta después del Día de la Patrona, el ocho de septiembre, o en las puertas de la fería, que comenzaba unos días después, el 13.
Durante ese breve exilio, que a nosotros se nos hizo una eternidad y durante el cual una cantante dientuda ganó el Festival de Eurovisión, casi al tiempo en que (lo supimos más tarde) los estudiantes galos se amotinaban en las calles de París y un año más tarde el hombre ponía por vez primera el pie en la Luna, alimentamos sueños despiertos de un regreso posible. Y entretanto fuimos mitigando la añoranza con la novedad que durante meses nos brindó nuestra flamante casa, primero, y la adquisición del primer televisor (de la marca Delka), poco tiempo después, con la advertencia temprana por parte de mi padre de que su abuso idiotizaba, para celebrar que nuestro hermano mayor aprobó la reválida del ingreso en el bachillerato elemental, cuyas clases iba a iniciar en el curso siguiente en un edificio que, desde la vecindad con el Convento, habíamos visto cómo iba dejando de ser un esqueleto informe de hormigón y hierro para convertirse en un local funcional, de trazas modernas, donde trabajaría nuestro padre y al que acompañaríamos de vez en cuando durante tres o cuatro veranos para leer tebeos de Tintín en la biblioteca, mientras él impartía las clases de repaso a los alumnos que los catedráticos del instituto Padre Luis Coloma de Jerez mandaban a septiembre, o para asistir a estas clases por pura afición.
El nuevo edificio nos recordaba los estudios de TVE en Prado del Rey, el de Madrid, no el pueblo homónimo de al lado y que tardaríamos en conocer a pesar de su vecindad, porque entonces no viajábamos sin un motivo. Hasta entonces apenas habíamos viajado y nuestros destinos no habían ido más allá de Jerez de la Frontera o de Ronda, y en ese periodo apenas lo hicimos con más frecuencia y mucho más lejos, con alguna excepción que nos llevó a conocer el mar, del que ya nos habíamos formado una imagen previa, amortiguadora del impacto de la experiencia, por las películas de piratas y, sobre todo, por la serie televisiva “Viaje al fondo del mar”, una de nuestras preferidas. Fueron viajes, estos últimos, propiciados por los intercambios en vacaciones que practicaban en nuestra familia con unos primos hermanos (hijos de la hermana de mi madre) de parecida edad a la nuestra, que entonces vivían en Villamartín. Cada uno de nosotros, excepto Miguel, líder nato por ello de todos, tenía su correspondiente primo de idéntica o aproximada edad. Nuestros primos solían hacer apretujados en el coche familiar excursiones domingueras a la playa y nuestra estancias de varios días o semanas en su casa en contrapartida de la suya en la nuestra, nos permitió a mí y a mis hermanos tener sucesivamente nuestra primera y hasta segunda experiencia marítima, tanto como ellos la tuvieron de los amaneceres en el campo, de las labores en la era o las excursiones en caballerías varias, entre las que no faltaban burdéganos y asnos, a los charcos próximos ya por la tarde cuando el calor aflojaba. Esos intercambios con sus excursiones a la playa, bien a Marbella o a Los Puertos, y otras experiencias como la de poder estar en la plaza del pueblo hasta las tantas contando las películas que ponían en el cine de verano Andalucía o recreando e interpretando los argumentos de miedo (antes de leer y tener noticia de Poe) de las historias para no dormir que ponían en la tele eran otros tantos sucedáneos, como el de la variedad de juegos en la calle, que apenas si nos hacían perder la conciencia de nuestro destierro estival.
En ese proceso seguimos todos los veranos desde entonces, entre el exilio resignado y la promesa no siempre cumplida de un regreso cada vez más problemático y lejano.
Cádiz, 27/07/2022