Texto: Pedro Bohórquez Gutiérrez
Me acuerdo constantemente de él y son muchos los motivos que me lo traen a la memoria.
A veces el recuerdo me sorprende, inesperado, con el zarpazo del dolor. Otras la emoción es más contenida. Mezclado con rabia, en los primeros casos, con la tristeza y una melancolía honda, en los segundos.
Estos días atrás, en Cádiz, he dormido junto al lecho donde pasó sus últimos meses y he podido sentir la misma caricia deslumbrante y cegadora de la luz de cristal del otoño en las primeras horas de la tarde y he contemplado las mismas luces rojas de la noche de la ciudad que él vio y las primeras claridades del día, dorando pálidamente el edificio del Hotel Victoria y el mar de fondo, primero en la lejanía del horizonte, y luego desplazando gradualmente, con su luminosidad creciente, las sombras de los bloques de pisos proyectadas sobre la arena de la playa, al tiempo que progresa inexorable la mañana.
Me he despertado en la alta madrugada y he sentido como un rebullir en la cama de al lado, la suya durante estos últimos meses, y su nombre se me ha venido a los labios. He dormido con sus cenizas cerca, sobre la mesita donde se sentaba a comer y a escribir sin apenas fuerzas en estos meses últimos.
Esta mañana me di un paseo hasta Torregorda, igual que lo hice este verano casi a diario mientras él estaba en el hospital al cuidado de ellas, o ya más tarde, con el alta, en el apartamento de amplia terraza abierta a la mar poniente, con la ilusión y el alivio al regreso de reencontrarme con él allí.
El bramido eterno de este mar de Cádiz de fondo, el ir y venir de las olas confundidas en un único y continuo estruendo que ahoga todos los ruidos, el de las gaviotas en su revuelo, el de la autovía cercana, el de las conversaciones dispersas de los paseantes y hasta el de los propios pasos y respiración, me devolvían entonces a la calma al cabo tres horas de caminar.
Como entonces, ahora volví a dar rienda suelta a mi emoción y a mi zozobra ante nuestro futuro incierto, protegido por la discreción que me brindaban la extensión infinita del horizonte marino, esta mañana fundido en plata con la luz rasante y otoñal de finales de noviembre, y el anchuroso e interminable camino de arena, moteada por los bultos, oscuros y encogidos por el viento norte, de los paseantes, escasos en estos días que preludian el invierno, siempre lejanos en su ir y venir.
El ansia de caminar sin freno hacia adelante entonces se iba calmando imperceptiblemente y se transformaba en un deseo de regresar al cabo de las horas, perdida la conciencia de su transcurrir, ya devuelto a un presente esperanzado. Casi como hoy, si no fuera porque la tristeza de su ausencia será ya para siempre mi compañera.