OPINIÓN
Pedro Bohórquez Gutiérrez
Nos hemos venido a Cádiz, que es una forma de escapar del calor sahariano, aunque no de su atmósfera: mar y cielo aparecían fundidos en una misma grisura turbia de zinc.
Nos hemos bañado más allá del muro de Cortadura. Nos dimos dos sucesivos chapuzones prolongados, y por mucho que buscábamos parangones con situaciones parecidas, no los encontrábamos, mientras nos hacíamos los muertos contemplando la silueta espectral de la catedral de Cádiz en la línea del horizonte.
Ahora pienso que podríamos encontrarnos dentro de un cuadro de Turner.
Faltaban los goterones de tormenta y la estampida de la gente y el revuelo de sombrillas arrastradas por vientos cruzados, pero la línea de playa estaba ocupada por las sombrillas y las butacas y la gente paseaba como en un día soleado.
Mientras, haciéndonos los muertos, adentrándonos más y más en las aguas, sin nadie a la redonda, ensordecidos por el fragor unánime y lejano del oleaje, jugábamos a imaginar que éramos náufragos. El Sol se parecía eclipsado y adquiría la forma de una extraña luna fuera de lugar, como si los astros se hubieran propuesto gastarnos una broma pesada.