Texto: Julián Macías Yuste
Ese día, después de misa del Alba, los aficionados acompañamos a los contendientes hasta el lugar señalado. Algunos en bicicleta, los demás a pié. Dos pequeños májanos hacían de postes. Eran los tiempos de la bufa y el pincharratas, y no se terminaba un partido sin acudir a la cajita de parches. Antes de empezar nos dejaron tocar el balón a los que íbamos a guardar la ropa de nuestras figuras. Todo un honor para los pequeños. En otras ocasiones, al terminar el partido, chapuzón en el charco el cable o en el manga. El Enriaero este año está peligroso, aún hay mucha corriente y una vorágine peligrosa junto a aquellas adelfas. El próximo luchan en la Venta Martín. Habrá que ir a ver el desempate, y de camino a coger “churris” por el arroyo los cidrones abajo. Y así transcurría el apacible, pero apasionado, acontecer futbolístico.
Sin embargo, una tarde de primavera, creo recordar, todo cambió sustancialmente. A la salida del colegio se corrió pronto la voz: ¡Ya se ha abierto el campo de fútbol! Corrimos despavoridos con la merienda a medio tragar y, saltando la primera “regaera”, vimos con estupor y admiración lo que luego sería nuestro querido y tan deseado campo de deportes “San Sebastián”. Aún tenía su superficie alomada como cartón de guitarra, pero pronto se alisaría. Restos de las últimas siembras y algunos frutales de por medio, no impedían ya las primeras carreras y patadas a cualquier cosa que rodara. Las acequias de riego que se alimentaban en buena parte de las atarjeas de los molinos, así como de los Nueve Caños, se entubaron rodeando el rectángulo de juego.
Pero, mientras continuaron los restos de vegetación, se podían observar lo que fue mi paraíso ornitológico: Era la escribanía la que con un tenue trino rompía el alba. Luego, los bullidores gorriones anunciaban que se terminaba la noche. El chamariz y el camachuelo rebuscaban las últimas semillas desprendidas del pataleo. El jilguero y el lugano colgados de las bolitas de los plátanos casi centenarios de los Callejones hacían lo propio, mientras, el verderón torreaba desde un naranjo, el andarríos hacía
su incansable ronda, tontitos y pitirres rebuscaban entre las zarzas, las marinitas, por docenas, revoloteaban por las atarjeas, dibujando con gráciles piruetas su vuelo de encajes de bolillos, la pizpita gris, más abundante, ocuparía para dormir el cañaveral
contiguo, y la canaria, cada vez más escasa, se ocupará en arreglar su nido en los agujeros de las paredes de las tenerías. Los herrerines pasarán alegrando la vista con sus colorines. Algún pichorrubio llegará al atardecer a merendar en los granados y el
zorzal con el mirlo, junto a las coronitas, harán lo propio entre los lentiscos del Rano.
Pronto llegarán los africanos: el ruiseñor, trovador incansable de la noche, el avión propietario de los aleros y el vencejo, de estridente chillido, surcará en bandas los etéreos espacios, junto a la golondrina, fiel a su nido de cobertizos y estancias. Una
oropéndola ha elegido colgar su nido de un eucalipto de la curva Vista Alegre y el alcaudón empalará sus presas en las tunas de la Carretera Nueva. Los pintureros abejarucos y el martín pescador seguirán anidando en la Albuhera. Alguna abubilla recorrerá la huerta y en el Tajo, grajillas, torcaces y cernícalos lagartijeros formarán sus propias colonias. Y majestuosamente, por encima de todos, el aguilucho, el buitre y el quebrantahuesos completarían, junto a otros, hoy para mí difíciles de identificar por su número, el hábitat que entonces revoloteaba por estas huertas.