'La noche del cazador', artículo de opinión de Casiano López

Portal de la vivienda.
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LOS PARAÍSOS PERDIDOS
Casiano López Pacheco
El terrible y sórdido crimen de la Calle San Sebastián de Ubrique evoca detalles del más puro estilo de la novela negra de cualquier lugar, bien aderezado con los típicos ingredientes que son seña de identidad de la España profunda y atávica. Sin querer, ha devuelto a primera plana de la actualidad fugaz de los cabeceros de los telediarios, las portadas de los periódicos y las activas redes sociales, a un pueblo principal como Ubrique, acostumbrado a ser nombrado por asuntos menos morbosos.

Un doble homicidio devastador, calculado o improvisado. A sangre fría, sin concesiones ni remordimientos. Perpetrado a una hora en la que la gente de bien duerme recabando fuerzas para comenzar una nueva jornada en el duro sector de la piel y las manufacturas, emblema principal del pueblo blanco.
De trasfondo, un hijo adolescente. Una hija adulta. Ambos en estado de abandono o de necesidad. El rumor soterrado de una herencia. Un piso compartido con desavenencias manifiestas. La sombra de otra mujer. Una madre cuya ausencia se palpa a cada instante. El vacío de la casa sin vida. El horror que desemboca a oscuras con un cuchillo ciego que rasga la madrugada…
Y después, la huida. A ninguna parte. Porque no se puede huir de uno mismo con un peso tan aplastante encima de la conciencia. No se puede permanecer indiferente si la sangre de tus hijos te salpica la cara y la ropa y yacen inertes, sorprendidos en la oscuridad, precisamente ahora que en plena juventud, la vida les esperaba esplendorosa y preñada de oportunidades.
Una juventud que debería haber sido un camino leve y dulce hasta la madurez si la desgracia no se hubiese interpuesto. Si no se hubiese llevado a su madre tan pronto. Si para llenar ese vacío imposible de cubrir, un padre hubiese actuado como tal y velado por los intereses de sus hijos, tanto en el aspecto material como en el afectivo.
Al contrario. El ambiente debió de enrarecerse lentamente y el día a día, complicándose. La lógica y los sentimientos positivos cedieron su sitio, dejando una brecha enorme por la que colarse la ira, el resentimiento y el horror sin nombre, cogidos de la mano.
Una nube negra que asomó en la madrugada del infausto lunes por las crestas adormiladas de la sierra de Ubrique, presagio de la tragedia que terminó desatándose cuando el rencor de un hombre que no sentía nada, desató un torbellino de demonios que llevaba largo tiempo incubando.
Al cazador, en el sopor de los sueños y las densas tinieblas le pudo más el placer de la sangre y arremetió con saña a los mismos a los que les dio la vida. Los huesos de la madre, su alma congelada debieron removerse de la impresión justo al otro lado de donde nadie vuelve.
Impotente ante un renglón de la infamia diaria con que se escribe la historia negra de las ciudades y pueblos del orbe. Unas líneas torcidas y rojas escritas desde Ubrique. Un pueblo mediano del Sur de España que no está acostumbrado a que su nombre sea enturbiado por lamentables sucesos de este tipo.
Y al que no le da igual que tanto trabajo, tanta constancia y buen hacer, tanta buena gente, tanto arte con mayúsculas, se solapen bajo la sangre de unos inocentes que jamás, jamás merecieron ese infame fin a manos de un hombre al que llamaban padre.
Confiados, excesivamente confiados en una persona que a buen seguro no les tenía ese amor incondicional y entregado que tienen las madres, ni por supuesto, ese espíritu protector y sacrificado que poseen el común de los padres.
Desconsolador es poco.

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