Un contratiempo

Texto: Pedro Bohórquez Gutiérrez

A Manuel Herzog

Nací en la madrugada del 17 de julio 196*, bajo el signo de Cáncer. No sé qué ocurrió especialmente ese año, ni qué película se estrenó, ni cuál era la canción de moda ni a quién le dieron el premio Nobel de Literatura. Sé que faltaban tres para los 25 años de Paz y que hacía un año de los primeros escarceos de los Beatles.
No acabo de acostumbrarme a recibir tantas felicitaciones. Arrecian estas -me advierte un amigo en Francia. Lo habitual -añado- desde que estoy de alta en esta red -una década-, aunque algunas me sorprenden. Es el único contacto directo que tengo con algunas personas a las que, en algunos casos, solo conozco indirectamente por la red. Y en otros, el único contacto con personas con las que hace tiempo que perdí cualquier otro tipo de contacto que no sea el de la red, por circunstancias varias, pero sobre todo por vivir lejos, o porque nuestros tiempos no marchan en sincronía después de haberlo hecho en algún tramo de nuestras vidas, mídase este en años, en días e incluso en horas. Algunos son constantes en el sostenimiento de este único contacto y otros reaparecen tras desaparecer después de algunos años. Ni más ni menos que uno mismo. Y a algunos no los conozco siquiera ni indirecta ni directamente, como a ellos les ocurrirá conmigo. Es lo que pasa cuando se acumulan por la red más contactos de lo humanamente abarcables. En fin, a todos se lo agradezco por igual, de todo corazón.
Hubo un tiempo, desde hace diez años para atrás, en que lo habitual era que solo se acordara mi madre del día de este aniversario, cuando no era yo (las menos) el que a ella le refrescaba la memoria ya al filo de las doce del día 17 de julio, a punto de entrar en el aniversario del aciago 18.
Entonces mi madre me contaba una vez más que esa madrugada, sobre las tres o las cuatro (no recuerdo con exactitud), a una hora en que solo el sereno recorría las calles, mi padre salió en busca de la partera doña L***, que vivía por Bellavista, creo, pero que se negó (o no pudo por fuerza mayor, no lo sé bien) a asistir a mi madre en el alumbramiento porque se iba de viaje en unas horas y tenía que coger el «amarillo». Mis padres vivían en ese tiempo en la calle Real, como quien dice en el otro extremo del pueblo, en la casa donde vivía de alquiler mi abuela Francisca con su hijo, mi tío Manolo, entonces soltero, y en cuyo patio, que comunicaba con el trozo de sierra que está como incrustado en el casco antiguo y sobre el que se yergue la ermita de San Antonio, mi abuelo materno, al que no llegué a conocer, tuvo una carpintería. Allí había vivido mi madre durante parte de su niñez y primera juventud, y allí había nacido mi hermano Francisco un año y tres meses antes que yo, como también nació mi primo Eduardo un año y cinco meses antes. Y como nacerían algunos de mis hermanos y de mis primos en los años inmediatamente posteriores.
Con la ayuda de mi tía Isabel, embarazada de seis meses de su segundo hijo (una niña, pero entonces aún no se sabía) y de mi tío Eduardo, que andaban por allí por fortuna para mí esa noche, vine al mundo mientras la partera doña L*** trasponía subida en un «amarillo» el cerro de Las Cumbres.
De acuerdo con el relato materno, corroborado por otros testigos, nací de pie. No sé cómo lo conseguiría. A lo mejor me di la vuelta en el último momento porque no me gustaba del todo lo de fuera. No lo creo. También me contaron que tampoco lloré en un primer instante, como es común en los recién nacidos. Me figuro que esa falta de lágrimas se debió a que, en mí, el asombro precedió al pánico. Lo cierto es que una buena sacudida y una palmada en el culo puso las cosas en su sitio y disipó la extrañeza a mi alrededor. Mi padre. entretanto, había ido en busca del médico, don A* (no, no era don D*). Cuando llegó yo estaba en esta vida. Así que puedo decir que, salvo por la de mi tío Eduardo, estudiante por aquel entonces de la especialidad médica de Odontología, vine al mundo casi sin la asistencia de la ciencia. Vamos, que nací por mi cuenta y de pie. Ya en serio: tengo fundadas motivos para creer que debo mi supervivencia en el trance de venir al mundo a mi tío Eduardo.
A doña L*** , aunque nunca supe muy bien quién era ni llegué a ponerle rostro, siempre le tuve tirria y me la figuré durante mucho tiempo como la bruja mala y sin humanidad de los cuentos infantiles.

Vine al mundo mientras la partera doña L*** trasponía subida en un «amarillo» el cerro de Las Cumbres.
Vine al mundo mientras la partera doña L*** trasponía subida en un «amarillo» el cerro de Las Cumbres.
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