Texto y fotografías: Pedro Bohórquez Gutiérrez
24 de junio de 2025
Anoche, sobre la una de la madrugada hubo tormenta con toda su fanfarría de truenos y repique de goterones sobre los tejados y los coches estacionados de la calle. Tan breve, que apenas si llegó a mojar el asfalto, que, sediento, absorbió el aguacero en segundos. Tan inesperada como los fogonazos de sus rayos, que poco a poco se fueron espaciando y fueron apagando sus resplandores azules en la lejanía, entre nubes improvisadas. El petricor, ese olor característico que se produce cuando la lluvia entra en contacto con la tierra seca y ardiente, se extendió de golpe, y penetró, intenso, como una esperanza del otoño, por las ventanas y balcones que habían sido abiertos momentos antes para dar paso a una leve brisa que aliviara el calor despiadado del día. La tormenta de ayer, apenas comenzado el verano, fue solo un conato, que nos recuerda que también esta estación tan esperada esta sujeta al rodar del tiempo, con su principio y su fin, y donde también tiene cabida lo inesperado, lo que no entra en el cálculo y el cómputo del tiempo futuro, ese espejismo de la realidad. Hoy, camino del trabajo, las nubes formadas con el agua caída ayer rodaban por las escarpaduras de la sierra, en ascenso, laderas arriba, y se resistían a volatizarse, agarradas a las cumbres y a los desfiladeros, reacias a emprender su viaje. Como si las estaciones quisieran imponer su orden eterno, rectificarse unas a otras, y la primavera deseara, antes de su partida, escenificar esa despedida lenta que el verano prematuro le arrebató. Como si todo volviera a su sitio.

