OPINIÓN
Pedro Bohórquez Gutiérrez
Fuente: CaoCultura
Desde 1989, con la publicación de su primer libro, La edad difícil (Pre-textos), Juan Peña Jiménez (Paradas, 1961) viene transitando por el panorama poético de su generación (la de los 80) de un modo silencioso y discretamente retirado, en un segundo plano, apartado de las redes sociales, rehuyendo presentaciones propias y ajenas, salvo cuando el compromiso editorial y amistoso las convierte en inevitables. Sin embargo, entrega tras entrega, se ha creado un casi secreto e invisible y desconectado círculo de fieles seguidores, a quienes el poeta nunca atosiga.
Su anterior poemario se tituló Destilaciones (Colección La Cruz del Sur, Pre-Textos, 2016), al que siguieron casi simultáneamente, en 2018, la antología de coplas flamencas (algunas de ellas inéditas), que con el título de «Palo cortado» e ilustradas con aguadas del pintor murciano Pedro Serna, se publicó en la colección DKV de Poesía, bajo el cuidado del poeta José Mateos, y la recopilación de traducciones de Hölderlin, Keats, Leopardi, Baudelaire, Yeats, Kipling, Rilke y Dylan Thomas, que, agavilladas bajo el título de «El poema extranjero», pasó a engrosar con el número tres la colección «Nuevas Traducciones» de la editorial sevillana La isla de Siltolá.
Casi un lustro después, con pandemia y confinamientos de por medio, la editorial La isla de Siltolá nos acerca este reciente poemario del que ahora hablamos, Yacimiento, donde Juan Peña vuelve a dejarnos, con apagada voz, palabras de impecable dicción.
La poesía de Juan Peña no se agota en un único acercamiento, nos invita amablemente a volver sobre ella, y en cada relectura gana en resonancias y sugestiones. Muchos de sus poemas nacen desde el yacimiento de la memoria, frente lo insólito y el asombro.
Juan Peña consigue con estos poemas consolidar un mundo de referencias y un tono que ya destacaban en Destilaciones y obras precedentes. Mundo y música que nos confirman que estamos ante una voz propia y genuina. Ya en el poema que sirve de pórtico al libro se adivina ese mundo de referencias arqueológicas (una arqueología de pequeños y a veces diminutos objetos cotidianos que han llegado hasta nosotros salvados como por milagro de la fuerza arrasadora del tiempo) y se percibe esa voz asordinada y cordial con la que Juan Peña se dirige sin aspavientos al lector:
“La medida precisa de lo humano/era un cuerpo de carne/más breve y corruptible/que la arcilla cocida;/era el alma de diario,/el alma de la briega/ del fastidio, del asco.//Fue en ese trazo inútil/dibujado en el barro,/en las lentas palabras/que ardieron junto al fuego/en el canto, en las piedras/gigantes y minúsculas/limadas por su mano,/en las cosas sin alma,/que no mueren,/allí se hizo el hombre/más que humano”.
El título es un acierto y hace honor a la condición reveladora e indagatoria de los poemas, que a la par que se detienen en la «costra temporal» de los objetos o en su envoltura sensorial (tacto, olor y gusto, tan infrecuentes en otros poetas) van más allá: sitúan objetos y cosas en la eternidad del presente, pero no como cuadros estáticos. Así, lo inerte cobra vida (“Oda a una lucerna romana”: “A punto de caer o levantarte, / has tensado los brazos contra el suelo./Temblando, cerca de morder el polvo,/no postrada aún la rodilla en la tierra. No vencido.//Y tu turbia figura, /con su costra de siglos,/se convierte a mis ojos en emblema/ de la esencia del hombre:/Eternamente caes/te levantas.//Y emblema de la vida y el arte:/La vida, que se afloja en la lucha,/y en el tiempo se aquieta y se vence,/y el arte, ese barro/donde un alma insufló su aliento, el ánima,/el pálpito de piedra de un guerrero […].”); lo vegetal se redescubre bajo otra luz (“Frutos: En los frutos se esponjan/las lluvias, los veranos/el aire frío de las madrugadas/el viento y el temblor/del vuelo de los pájaros.//Cuando muerdes los frutos/ has mordido los nudos/del tiempo y la distancia.”); los alimentos revelan su condición trascendente (“Queso: El pasto de los valles/que crece en las montañas./Las vacas que apacienta/y que ha ordeñado el hombre/que lleva de la mano a su hijo. Una mujer exprime el cuajo/en el paño que teje una muchacha […]//Todos me habéis servido,/soy el dueño de todo/del espacio y la lluvia/cuando he mordido el queso.”), y lo “infinitamente pequeño” o diminuto se transforma en metáfora del universo (“Higo: Como un fondo oceánico,/en un magma de almíbar/flamean algas, anémonas, corales/de vivos rojos oscuros como sangre.//Los fondos abisales del sicono.”).
Un aliento de cántico vital recorre todo el libro. La mirada del poeta trasmuta la materia perecedera en símbolo de lo eterno. Un libro maduro, transparente y hondo, sensual y reflexivo. Un libro, en la forma, acordado de manera impecable: nada disuena en sus versos. Armonioso y sereno. Equilibrado y lúcido. Clásico y romántico. Alzando el vuelo.