Visita inesperada de Zorrete

OPINIÓN
Pedro Bohórquez Gutiérrez

Es casi un cachorro y ya es casi un amigo o eso me gusta imaginar, huidizo, eso sí, aunque observador y expectante, como si quisiera comunicarme algo. Hasta tiene nombre.
No sé. Es extraño. No quiero pensar en cuando se abra la veda de caza, ese momento fatal e inminente que, como la berrea de los ciervos o la caída las hojas, llega con el otoño y en que el silencio casi sagrado de lo que va quedando de la España salvaje y agreste se rompe como un delicado cristal hecho añicos y la paz del campo de medio país en la hora del crepúsculo salta por los aires a los golpes arrítmicos y soliviantadores de las detonaciones de escopetas salidas de no se sabe dónde.
Temo por él, por Zorrete, porque se deja ver demasiado descaradamente y para ser zorro es demasiado confiado. Y también temo por su hermano. Casi nunca se dejan ver juntos, o al menos no se me ha dado el caso, salvo una vez, la primera, como deslumbrados, dentro de la luz proyectada por los focos del coche, suficiente para saber que son dos los cachorros y casi nunca esté del todo seguro cuándo es uno y cuándo, otro. Aunque para mí que Zorrete es quien más se deja ver y más confiado se muestra, mientras que su hermano es más escurridizo y si cruza la mirada con la de uno es para huir o esconderse detrás de un tronco dejando asomar las orejas, como si con perderte de su campo de visión se sintiera a salvo. Es más escurridizo, y más ingenuo. Escurridizo e ingenuo. No como Zorrete, capaz de plantarse, sentado sobre sus patas traseras, delante de uno, observándolo y sosteniendo su mirada, curioso, aunque alerta a cualquier movimiento imprevisto o sospechoso y dispuesto a emprender una carrera, a saltitos gráciles e ingrávidos, como si en vez de sobre tierra endurecida por la sequía los diera sobre una cama elástica, trotecillo gracioso con el que parece tomar impulso, en su arranque, para terminar, en la velocidad progresiva, a modo relámpago fugaz: visto y no visto.
Espero que esa astucia que se les atribuye desde los tiempos más remotos, y de la que son emblema en todas las fábulas y cuentos tradicionales, los ponga a salvo de su mayor enemigo –ese bípedo que hace tiempo bajó de los árboles, cubre su piel artificialmente y puebla el planeta tan prolíficamente como los, para Zorrete y sus congéneres, preciados ratones de campo– y en caso de que esta falle, sean respetados por los escopeteros. Así quizás pueda seguir recibiendo estas visitas tan sorpresivas como en absoluto buscadas, tanto de Zorrete como de su hermano, ambos con porte de cachorros descarriados y en apariencia desvalidos. A ver qué derroteros sigue este conato –¿o es solo un espejismo?– de amistad. Aunque no me importaría renunciar a esta y a estrechar lazos, y dejar de verlos para siempre si eso significara que han encontrado un refugio más seguro.
No diré dónde suelen producirse estos encuentros repetidos pero tan sorprendentes y mágicos en la misma medida en que ni los busco ni los espero. Seré discreto. Por si acaso.

Zorrete.
Zorrete.
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