Texto y fotos: Pedro Bohórquez Gutiérrez
El Ayuntamiento de Ubrique debe de estar convencido de que la presencia de árboles en el núcleo urbano es una amenaza. Desde hace un par de años para acá, las motosierras están que no paran y no dejan de sorprendernos periódicamente con algún desaguisado, para el que nunca falta la consabida justificación: la existencia de alguna oculta y misteriosa plaga o la amenaza de accidente; o cuando no, que se trataba de especies foráneas (¿os suena a algo tan peregrino argumento?). Mientras tanto el picudo rojo hace de las suyas y las palmeras van desapareciendo una tras otra por no recibir el tratamiento oportuno, al parecer muy costoso. Así entre unos y otros, y ante la impotencia de una ciudadanía silenciosa, se consuma paso a paso, disimulada pero de forma imparable, lo que parece responder al siniestro plan de expulsar la naturaleza de la ciudad. Pero interpretar los hechos de este modo y atribuirle un designio, quizá sea demasiado y es sólo una licencia retórica, y estamos simplemente ante un acto de burricie cateta. Nada más y nada menos. Está claro que no vivimos en un pueblo o ciudad centroeuropea. Lo digo porque por allí la naturaleza convive en armonía con la ciudad. Hoy le ha tocado el turno a Los Pinitos; el año pasado fueron los piñoneros del Rodezno o los chopos y álamos que orillan el río, o ejemplares aislados aquí y allá. Pasear por Ubrique, para los que aquí vivimos la infancia, se está convirtiendo en un ejercicio de melancolía.
El Ayuntamiento de Ubrique debe de estar convencido de que la presencia de árboles en el núcleo urbano es una amenaza. Desde hace un par de años para acá, las motosierras están que no paran y no dejan de sorprendernos periódicamente con algún desaguisado, para el que nunca falta la consabida justificación: la existencia de alguna oculta y misteriosa plaga o la amenaza de accidente; o cuando no, que se trataba de especies foráneas (¿os suena a algo tan peregrino argumento?). Mientras tanto el picudo rojo hace de las suyas y las palmeras van desapareciendo una tras otra por no recibir el tratamiento oportuno, al parecer muy costoso. Así entre unos y otros, y ante la impotencia de una ciudadanía silenciosa, se consuma paso a paso, disimulada pero de forma imparable, lo que parece responder al siniestro plan de expulsar la naturaleza de la ciudad. Pero interpretar los hechos de este modo y atribuirle un designio, quizá sea demasiado y es sólo una licencia retórica, y estamos simplemente ante un acto de burricie cateta. Nada más y nada menos. Está claro que no vivimos en un pueblo o ciudad centroeuropea. Lo digo porque por allí la naturaleza convive en armonía con la ciudad. Hoy le ha tocado el turno a Los Pinitos; el año pasado fueron los piñoneros del Rodezno o los chopos y álamos que orillan el río, o ejemplares aislados aquí y allá. Pasear por Ubrique, para los que aquí vivimos la infancia, se está convirtiendo en un ejercicio de melancolía.